Quiso Dios expresarnos su amor a los hombres, para que nos uniéramos a él por amor. Y así comenzó por declararnos su amor en la misma creación, dándonos la existencia y el mundo. Más abiertamente nos expresó su amor por la revelación de los profetas de Israel, y aún más plenamente por el hecho de la encarnación de su Hijo divino. Pero la máxima declaración del amor que Dios nos tiene se produjo precisamente en la Cruz del Calvario, donde Cristo dio su vida por nosotros (+Jn 3,16; Rm 5,8).
Pues bien, el bendito padre Roa quiso decir a los indios con su propia vida esta palabra de Dios, quiso expresarles esta declaración suprema del amor divino, y por eso buscó en sus pasiones personales representar vivamente ante los indios, para convertirlos, la Pasión de nuestro Salvador.
La espiritualidad cristiana de todos los siglos, tanto en Oriente como en Occidente, ha querido siempre imitar a Jesús penitente, que pasó en el desierto cuarenta días en oración y completo ayuno, y ha buscado también siempre participar con mortificaciones voluntarias de su terrible pasión redentora en la cruz. Y así la Iglesia católica, por ejemplo en la liturgia de Cuaresma, exhorta a los cristianos al «ayuno corporal» y a «las privaciones voluntarias». Y ésta es la ascesis cristiana tradicional, viva ayer y hoy.
Así San Gregorio de Nacianzo, al enumerar las penalidades del ascetismo monástico, habla de ayunos, velas nocturnas, lágrimas y gemidos, rodillas con callos, pasar en pie toda la noche, pies descalzos, golpearse el pecho, recogimiento total de la vista, la palabra y el oído, en fin, «el placer de no tener placer» alguno (Orat. 6 de pace 1,2: MG 35,721-724). Y muchos santos, como San Pedro de Alcántara o el santo Cura de Ars, han recibido del Espíritu un especial carisma penitencial, y han conmovido al pueblo cristiano con la dureza extrema de sus mortificaciones.
Otros santos ha habido, no menores, pero con vocación diversa, que mirando al Crucificado, han procurado con toda insistencia «el placer de no tener placer», el «padecer o morir» de Santa Teresa. En este mismo sentido, Santa Teresa del Niño Jesús escribe: «Experimenté el deseo de no amar más que a Dios, de no hallar alegría fuera de él. Con frecuencia repetía en mis comuniones las palabras de la Imitación: “¡Oh Jesús, dulzura inefable! Cambiadme en amargura todas las consolaciones de la tierra” (III,26,3). Esta oración brotaba de mis labios sin esfuerzo, sin violencia; me parecía repetirla, no por voluntad propia, sino como una niña que repite las palabras que una persona amiga le inspira» (Manuscrito A, f.36 vº).
El padre Roa, pues, tuvo muchos hermanos, anteriores o posteriores a él, en el camino de la penitencia, aunque quizá ninguno fue llevado por el Espíritu Santo a extremos tan inauditos.
Los cristianos modernos, sin embargo, sobre todo aquellos que viven en países ricos, no suelen practicar la mortificación, y ni siquiera llegan a entender su lenguaje, hasta el punto de que algunos llegan a impugnar las expiaciones voluntarias, que vienen a ser para ellos «locura y escándalo» (1Cor 1,23). Aunque por razones muy diversas, coinciden en esto con Lutero, que rechazaba con viva repulsión ideológica todo tipo de mortificaciones penitenciales (Trento 1551: Dz 1713). Estos modernos según el mundo, marginados del hoy siempre nuevo del Espíritu Santo, se avergüenzan, pues, del bendito fray Antonio de Roa, y sólo ven en él una derivación morbosa de la genuina espiritualidad cristiana.
Pero en esto, como en tantas otras cosas, los indios mexicanos guardaban la mente más abierta a la verdad que quienes han abandonado o falseado el cristianismo, y ellos sí entendieron el inaudito lenguaje penitencial del bienaventurado padre Roa, viendo en él un hombre santo, es decir, un testigo del misterio divino. Ellos mismos, en su grandiosa y miserable religiosidad pagana, conocían oscuramente el valor de la penitencia, y practicaban durísimas y lamentables mortificaciones.
Motolinía cuenta que «hombres y mujeres sacaban o pasaban por la oreja y por la lengua unas pajas tan gordas como cañas de trigo», para ofrecer su sangre a los ídolos. Y los sacerdotes paganos «hacían una cosa de las extrañas y crueles del mundo, que cortaban y hendían el miembro de la generación entre cuero y carne, y hacían tan grande abertura que pasaban por allí una soga, tan gruesa como el brazo por la muñeca, y el largor según la devoción» (Motolinía I,9, 106). De otras prácticas religiosas, igualmente penitenciales y sangrientas, da cuenta detallada fray Bernardino de Sahagún (p.ej. II, apénd.3).
Fray Antonio de Roa entendía sus pasiones como un martirio, un testimonio en honor de Jesucristo para la conversión de los indios, y de hecho no practicaba sus espectaculares expiaciones estando con los frailes, sino sólo cuando estaba sirviendo a los indígenas. Por lo demás el padre Roa -acordándose del martirio de Santa Agueda, de quien se decía que no fue curada de sus heridas sino por el mismo Cristo-, no procuraba curar las heridas y quemaduras producidas por sus penitencias. Y sin embargo, los viernes cuaresmales estaba curado de las lesiones del miércoles, y el miércoles estaba sano de las del lunes… Por eso, como dice López Beltrán, «sus penitencias eran un milagro continuado» (99).
El padre Grijalva, saliendo como otras veces al encuentro de posibles objeciones, dejan a un lado a los maliciosos que se ríen de todo esto, y dice a aquellas personas de buena voluntad, que quizá consideren imprudentes estas penitencias, que «se acuerden de las inauditas penitencias que San Jerónimo refiere» de los santos del desierto y de otras que vemos en la historia de la Iglesia, «de las que se dice que son más para admirar que para imitar. Y eso mismo puede juzgar de las que vamos contando, y dar gracias a N. S. de que en nuestros tiempos y en nuestra tierra nos haya dado un tan raro espectáculo, que en nada es inferior a los antiguos» (II,21).
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.