La figura del monstruo evoca aquello que tiene que ser combatido o de lo cual uno huye porque es un peligro inminente. Una parte considerable de la literatura universal contiene temas épicos en los que siempre sobresale un gran combate; a menudo se trata de luchar contra distintas clases de bestias potentes y crueles, persistentes y despiadados: auténticos monstruos, incluso si se trata de seres humanos.
Existe sin embargo el peligro, alimentado por Hollywood, de ver todo drama como una lucha contra un solo monstruo, con lo cual fácilmente se pierde de vista la complejidad que trae la vida misma y además se pierden del radar algunos enemigos.
Esto es particularmente cierto cuando se trata de nuestra vida cristiana. Es fácil concentrar las fuerzas en derribar a un enemigo que se considera muy peligroso y muy dañino pero sólo para caer en las fauces de otro monstruo que nos esperaba exactamente en el extremo opuesto.
Consideremos, por vía de ejemplo, el caso de una persona que ha quedado traumatizada porque alguna vez que fue a confesarse el sacerdote, de una manera insistente y casi enfermiza, le repetía preguntas y más preguntas. A un cierto punto el penitente ya no sabe distinguir entre los interrogantes oportunos y las cuestiones que parecen brotar de alguna forma de morbosidad. La experiencia que esta persona ha tenido confesándose puede describirse como una sala de torturas. Si luego esa persona va a hablar sobre el sacramento de la confesión, es muy posible que describa ante todo lo que la confesión no debe ser: una sala de torturas. Y por supuesto, eso es verdad, pero sucede que ese no es el único peligro que acecha con respecto a la confesión: y al concentrar toda la atención en un extremo, a saber, en el monstruo del rigor, esta persona puede olvidar que existen otros monstruos que también quieren destruir nuestra vida, como por ejemplo el monstruo del relativismo.
Lo contrario también puede pasar: una persona fastidiada del relativismo que encuentra en tantos lugares de la Iglesia considerará probablemente que el verdadero cristianismo tiene que ser estricto y tiene que estar marcado por el rigor. Por ese camino puede llegar a la intransigencia e incluso a la agresividad–que no es sino el resultado de haberse entregado al monstruo que nunca llegó a ver.
Por eso digo que hay gran peligro en eso de luchar contra un solo monstruo: si nos concentramos en el rigor, para rechazarlo, podemos caer en el relativismo; si por el contrario vemos como único enemigo al relativismo podemos caer en el rigor y volver al rigor nuestra religión. Lo trágico de ambas historias es que cada uno justificará su opción describiendo con detalle los horrores del monstruo dle que está huyendo–sin atinar a ver al mosntruo al que se está dando.
Hay ejemplos semejantes a la pareja dialéctica rigorismo – relativismo. Pero será mejor que los lectores interesados los añadan en sus comentarios.