Hace poco terminé unos hermosos días de retiro espiritual que tuve ocasión de predicar a un grupo de frailes agustinos, estudiantes de teología. De ese servicio tengo gratos recuerdos y mi cercanía con la Orden de San Agustín es mayor después de ese tiempo de fraternidad y oración. Y sin embargo, hubo algo muy amargo que me sucedió hacia el final del retiro, y que no tiene que ver ni con Santo Domingo, mi fundador, ni tampoco con el egregio Obispo de Hipona.
Sucede que en la misma casa donde estábamos nosotros había también otros grupos, pequeños y grandes, de laicos, de seminaristas, o de religiosos–cosa muy explicable tratándose de un lugar amplio, recogido y bello, con amplio espacio para encontrarse con la naturaleza. En cierto momento trabé conversación con un joven de otra comunidad, sin relación con el retiro nuestro, que pertenece a una cierta congregación religiosa. Queriendo ser amable, este hombre comentó de algunos estudios que había hecho fuera del país y habló espontáneamente de algunas discusiones teológicas que había tenido precisamente con frailes de San Agustín. El motivo de tal discusión es también el motivo de mi dolor. Decía este hombre, a quien faltarán meses para recibir diaconado, que la virginidad de María no era cosa importante y que si Ella era o no virgen, eso en nada cambiaba el mensaje del Evangelio. En medio de su propio retiro espiritual, ese es el tipo de teología que tiene este candidato al ministerio ordenado.
Como sólo tenía minutos para una conversación que hubiera tenido que ser muy larga, apenas alcancé a indicarle cuánto me preocupaba que hablara de ese modo; logré además cuestionar un poco su visión de nuestra fe con una pregunta que creo que tomó con seriedad: “¿No te parece que estas reduciendo el Evangelio a un mensaje ético más?“
En efecto, por el tono y los términos de su intervención, este hombre se ve que está listo para lanzarse al mundo con un mensaje cómodo y buenista. Si Dios no mete su mano este será uno más de aquellos que van por ahí, de parroquia en parroquia, o de colegio en colegio, esparciendo la idea, típica de la herejía modernista, de que la evangelización se reduce a una serie de consignas horizontales, intramundanas, bien fáciles de tragar por ateos, budistas o agnósticos: “seamos buenas personas;” “hay que ser solidarios;” “trabajemos por la promoción de la justicia;” y un largo etcétera que jamás discutirá los temas duros de nuestra época.
En efecto, según la visión buenista: ¿Para qué “pelear” con los LGBT si son buenas personas, no le hacen mal a nadie, y al final son hasta chistosos? ¿Para que hacer sentir mal a las personas que ya pasaron por el sufrimiento de un divorcio y ahora con su nueva pareja están tratando de “rehacer su vida”? ¿Para qué complicar la cabeza de la gente con términos que nadie entiende como “transubstanciación” si en el fondo lo que importa es que las comunidades sean fraternas y llenas de calor humano? ¿Por qué enfocarnos tanto en la Cruz si al fin y al cabo nosotros ya somos la gente de la Resurrección, y Dios no quiere que nadie sufra? ¿Para qué seguir predicando un infierno que se inventaron los medievales, y que no existe, o que si existe solamente puede estar vacío, barrido y con un aviso de “SE ARRIENDA” en la puerta? Y la lista puede continuar.
Creo que se entiende el tamaño de mi dolor.
Aunque, debo admitir con pesar: si entre mis lectores hay algunos de la religión del buenismo, serán estos los que se extrañen o duelan de mí porque, según ellos, pertenezco a una raza de dinosaurios que sólo causa curiosidad y pesar porque se niega a morir. Y sin embargo, bendito Jesucristo, y mil veces bendito, que desde la gloria de su Cruz y Pascua, renueva con la verdad sobria de su Evangelio, a la Iglesia. Aquel seminarista y aquella congregación religiosa no saldrán fácilmente de mis oraciones.