Después de Dios, que es rico en misericordia, nada es más necesario para el sacerdote que la oración sostenida y generosa que el pueblo de Dios hace por él. Poco a poco me acerco a mis 25 años de sacerdocio, que he vivido con inmensa gratitud, y ahora cuento con un sobrino que ha recibido también el llamado a consagrarse a Dios. Mi convicción gozosa es: estamos tejidos de amor de Dios y de las misericordias de la Iglesia.
Por eso desde aquí quiero agradecer a muchas personas, en su gran mayoría mamás y abuelas, que mirándome a los ojos, me han prometido con Dios por testigo que orarían por mí todos los días. Su fidelidad, su generosidad, su humilde entrega en el silencio está detrás de la eficacia que Dios quiera conceder al sacerdote. Bendito sea Jesús, nunca olvido, cuando a la gente se le ocurre felicitarme, que esa felicitación va para el Señor, y que después de él, nadie la merece tanto como aquellos que han tenido la caridad de orar por los sacerdotes,