* En la Eucaristía recibimos el misterio entero de Cristo, como queda bien expresado en la aclamación que propone la Santa Misa después de la consagración: “Anunciamos tu muerte (pasado); proclamamos tu resurrección (presente); ¡ven, Señor Jesús! (futuro).”
* En esta ocasión queremos ver la riqueza de la Eucaristía como “memorial” que nos permite asomarnos a lo más propio de Cristo; a aquello que es su obra cumbre y la expresión más hermosa de todo su ser: la Divina Eucaristía.
* Para comprenderlo mejor, miramos las partes de la Santa Misa, y descubrimos en ella dos grandes secciones: la Liturgia de la Palabra y la Liturgia de la Eucaristía.
* Lo propio de la proclamación de la Palabra es conectar el hoy de nuestro peregrinar en la fe con algunos momentos de la historia del pueblo de Dios; y ver luego como cada punto de esa Historia de Salvación apunta a una plenitud en Cristo; y descubrir finalmente como esa luz de Cristo llega a nosotros y se hace vida en nuestro tiempo y circunstancias.
* Luego ese Cristo, así mejor conocido y amado, se hace presente en medio de nosotros, en la Liturgia Eucarística, de modo que en la ofrenda de sí mismo al Padre, habiendo asumido nuestros dolores, amores y esperanzas, la Eucaristía es la cumbre del culto que la Iglesia puede ofrecer en esta tierra.
* Pero hay otra cumbre: el Cristo que recibimos al comulgar es el mismo Cristo que en la proclamación de la Palabra se ha mostrado como nuestro camino. Y esto es lo que hace absolutamente única a la Eucaristía, y al diferencia de toda otra religión: el mismo Jesucristo que nos ordena y manda algo para nuestra salvación, viniendo vivo a nosotros en la Sagrada Comunión, hace posible que lo realicemos en nuestra vida.