Uno de los aspectos más impactantes de la Pasión de Cristo es la soledad. En su Pasión, Cristo es el “abandonado” de todos: de Dios, a quien ruega con poderoso clamor y lágrimas; de sus amigos, que le han traicionado; del sistema legal romano, que todavía hoy es considerado como una fuente de inspiración y un punto de referencia para nuestra cultura occidental. Solo y despojado, incluso de sus vestidos y de su dignidad, Cristo nos cuestiona en su silencio y su profunda aceptación de un desenlace horroroso, que tiene su culminación en la muerte en la Cruz.
En la Última Cena los apóstoles le habían preguntado casi con angustia: “¿Adónde vas?” Pedro aseguró que iría con él adonde fuera. Los judíos habían preguntado antes: “¿Adónde piensa ir?” Esa idea de movimiento es cautivante; la Pasión es algo así como una peregrinación que lleva a la Humanidad o también a la Divinidad, por sendas ignotas e inéditas. Todo se aclara sin embargo, cuando recordamos que Cristo había dicho que su misión era ir en busca de las ovejas perdidas. Vemos a Cristo despojado y solo porque lo estamos viendo desde nuestro ángulo; desde nuestras certezas; desde nuestra manera de ver el mundo, según la cual, si yo estoy bien no hay necesidad de que las cosas cambien. Muy distinta es, desde luego, la historia que cuentan los que ven con angustia que sus cosas van muy mal; para estos tales, sólo hay una posibilidad: suscitar un cambio, un movimiento, una sacudida.
Y por eso Cristo, el Crucificado, está en movimiento, aunque su cuerpo esté anclado con toda crueldad y dureza al madero de la Cruz. Físicamente está constreñido, pero su amor, su plegaria y el relato de drama vencen las distancias y alcanzan a tantos que se sienten despojados, como él, y solos, como él, y oprimidos, como él.
De modo que Cristo está limitado y a la vez sin límites; resulta que en la Cruz, donde poquísimo puede moverse, es donde su historia y su amor se lanzan con vigor incontenible, al encuentro de los preteridos, los marginados, los que no importan, los que nunca han contado en las estadísticas serias y solemnes de los potentados del mundo. Y por esta bella ironía, que vence lo estático de la Cruz con lo dinámico del amor, se hace realidad otra paradoja: allí donde parece más solo, Él se ha convertido en dulcísima compañía de millones y millones que entienden sus lamentos, así como Él sabe leer en los surcos de las lágrimas de ellos.
Es verdad entonces que la victoria del amor será perfecta sólo con la Resurrección pero también es cierto que esa victoria ya empezó en la Cruz. Bien se cumple aquí que es la noche la que nos da ojos para celebrar el nuevo día; es el amor del Crucificado el que abre espacio de victoria de Dios en nuestro corazón para proclamar la gloria de la Pascua.
Desde el corazón de Aquel que nos amó primero, ¡Feliz Pascua para todos!