#LaudesFrayNelson para el Viernes XXX del Tiempo Ordinario
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Alimento del Alma: Textos, Homilias, Conferencias de Fray Nelson Medina, O.P.
La muerte de Cristo en Jerusalén es la cumbre última de su ministerio de altísimo profeta.
Oremos por el pueblo de la primera alianza, para que en sus corazones puedan reconocer en Jesucristo Santísimo el cumplimiento de todas las promesas.
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Dijo Jesucristo:
Si ese dolor tuyo
pudiera ser explicado,
sería menos dolor
pero en realidad no podría llamarse “cruz.”
Si ese dolor que te agobia
fuera bien justificado,
mucho menos dolería
pero no podría llamarse “cruz.”
Si ese dolor intenso
fuera precio que te has buscado,
esa sola reflexión
haría más razonable la pena
pero ya no sería del todo “cruz.”
Si ese dolor absurdo
te dejara ya ver su final,
ese consuelo lo haría menor
pero ya no se llamaría “cruz.”
Si ese dolor que tú tienes
vieras que todos lo tienen,
la multitud de dolientes
haría menor el dolor
pero también sería menor en cuanto “cruz.”
Si ese dolor que te enfada
con claridad se viera de qué sirve,
algo menos dolería
pero no sería digno de llamarse “cruz.”
Si ese dolor que te rodea
te diera respiro de tanto en tanto,
como dolor sería menor
pero ya no podría llamarse “cruz.”
Precisamente porque carece de razones y justicia;
y porque no lo buscaste sino que te buscó,
y porque no se ve cuándo termina,
ni se sabe por qué ahora y a ti,
ni se entiende cuál es su fruto;
precisamente por ello,
y porque no se cansa de cansarte,
por eso es Cruz,
porque al fin se parece a mi Cruz.
¡Al fin nos parecemos!
Es un regalo de Dios el sabernos amados por Cristo, don que debemos compartir con el pueblo judío, primer pueblo elegido, orando por ellos para que acepten la plenitud de la salvación.
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Hemos gozado en las páginas precedentes, escuchando con frecuencia la voz sencilla y bondadosa de Motolinía. Nacido en Benavente, León, tomó el hábito en la provincia franciscana de Santiago, y con fray Martín de Valencia, fue el más dotado del grupo de los Doce. En aquellos primeros años, tan agitados y difíciles, se distinguió tanto por su energía para poner paz entre los españoles y frenar sus desmanes, como por su amor a los indios y la abnegación de su entrega total a la evangelización.
Como dicen los cronistas, «fue el que anduvo más tierra». En su Carta al Emperador, dice de sí mismo, aunque sin nombrarse: «Fraile ha habido en esta Nueva España que fue de México hasta Nicaragua, que son cuatrocientas leguas, que no se quedaron en todo el camino dos pueblos que no predicase y dijese misa y enseñase y bautizase a niños y adultos, pocos o muchos». Este incansable fraile andariego habla con plena experiencia cuando dice que «no pueden los pobres frailes hacer estos caminos sin padecer en ellos grandísimos trabajos y fatigas» (III,10, 381).
Vuelto a México, él se ocupó en promover la fundación de Puebla de los Angeles (16 abril 1531), donde pudieran recogerse y poblar y vivir sin hacer daño muchos españoles que había por entonces allí, sin oficio ni beneficio. Allí celebró él la primera misa, ante cuarenta pobladores y miles de indios que acudieron en fiesta.
Según cálculos autorizados, en su larga vida misionera, Motolinía bautizó unos 400.000 indios. En su Historia -se goza en ello una y otra vez- cuenta cómo los indios «después de bautizados es cosa de ver la alegría y regocijo que llevan con sus hijuelos a cuestas, que parece que no caben en sí de placer» (II,4, 223). Pocos misioneros pudieron alegrarse tanto cómo él viendo cómo «se iba extendiendo y ensanchando la fe de Jesucristo» (II,2, 206). Pocos como él conocieron, amaron y estimaron a los indios en todo su valor, captando las peculiaridades de su carácter, tan distinto al de los españoles: «Son muy extraños de nuestra condición, porque los españoles tenemos un corazón grande y vivo como fuego, y estos indios y todas las animalias de esta tierra naturalmente son mansos; y por su encogimiento y condición [por timidez] descuidados en agradecer, aunque muy bien sienten los beneficios; y como no son tan prestos a nuestra condición son penosos a algunos españoles. Pero hábiles son para cualquier virtud, y habilísimos para todo oficio y arte, y de gran memoria y buen entendimiento» (II,4, 220).
Entre 1536 y 1539 fue el padre Motolinía guardián del convento franciscano de Tlaxcala. En esta época fue cuando, según él mismo refiere, «estando yo descuidado y sin ningún pensamiento de escribir semejante cosa que ésta, la obediencia me mandó que escribiese algunas cosas notables de estos naturales» (II, intr. 195). El resultado fue la magnífica Historia de los indios de la Nueva España, que venimos citando tan repetidas veces, llena de encanto y de alegría evangélica, y que hubo de escribir «hurtando al sueño algunos ratos, en los cuales he recopilado esta relación» (Prólogo).
Fue sumamente cuidadoso en sus crónicas, y evita siempre en lo posible hablar de oídas, y cuando así lo hace, es advirtiéndolo al lector. Fue también autor de otros escritos, como la Doctrina cristiana en lengua mexicana, Memoriales, Tratados de materias espirituales y devotas, Carta al Emperador, etc. Pero siempre hubo de escribir penosamente, entre los ajetreos de la vida pastoral: «Muchas veces me corta el hilo la necesidad y caridad con que soy obligado a socorrer a mis prójimos, a quien soy compelido a consolar cada hora» (III,8, 364).
Cuarenta y cinco años duraron sus trabajos misionales, y su vida se extinguió en el convento de San Francisco, de México. Ya muy enfermo y próximo a morir, quiso celebrar la misa, y casi arrastrándose, sin dejar que le ayudaran, se acercó al altar y la celebró. Recibió después la unción, en presencia de sus hermanos, poco antes de Completas, y después de éstas, con pleno juicio, bendijo a sus hermanos frailes, y entregó su alma al Creador. Era el 9 de agosto de 1569. De los Doce apóstoles primeros de México, él fue el último en morir, y lo hizo con fama de santo.
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.
Una meditación sobre el sentido del sufrimiento del cristiano como puerta a la esperanza fundada en Cristo.