Hacía frío. Dos monjes piadosos, uno muy joven y otro muy mayor hacían su rato de oración en el templo de la gran abadía. Por calentarse un poco, el monje mayor empieza a caminar por el corredor central, que va al altar mayor.
Hacia la mitad de la iglesia, el joven, con más calorías, permanece sentado por tiempos, y por tiempos se postra, de modo que puede sentir el paso ágil del mayor en sus recorridos hacia el altar y luego hacia la puerta, a ritmo sostenido.
Llevado en parte por la piedad, el joven preguntó:
– Cuando vas hacia el altar, ¿qué pensamiento viene más a tu mente?
– Que es el Señor quien me está llamando, respondió el anciano monje.
– Pero entonces, al alejarte de nuevo en tu recorrido, ¿sientes que te apartas de él?
– No. Siento que el mismo Señor que me llama a amarle, luego me envía a amar a mis hermanos.
El muchacho se quedó admirado de cómo aún en lo más pequeño puede haber grandes mensajes para las almas grandes.