Quiero compartir una pequeña “parábola” que Jesús escribió en la pascua de este año en mi corazón.
Tiempo atrás me compré una motico con la que además de transportarme, repartía el producto de mi trabajo, con el que me sostuve durante tres años: después de ese tiempo, la moto entró en un “receso” de otros tres años, por el cambio de mis actividades, y hace un poco más de un año, la misma moto tuvo que entar nuevamente a participar de las actividades familiares (transporte de niños al colegio, universidad, vueltas, pedidos, etc…). El caso es que la moto tenía un motor de 125cc, que con el paso de los años se estaba volviendo bastante ineficiente… la pobre moto, en estas lomas de mi ciudad parecía “herniarse” literalmente, y en más de una ocasión me toco bajar a quien llevara de pasajero para poder continuar el camino. En resumen, en lugar de ser una ayuda, la pobre motico se estaba volviendo un encarte porque no solo no podíamos llegar a nuestro destino, sino que comenzó a vararse continuamente y a requerir inversiones de dinero cada vez más frecuentes y costosas.
En una de tantas varadas, me dio por desconfiar del mecánico de toda la vida y terminé confiando la “salud” de la moto a otro mecánico, uno que me ofrecía mejores precios y aparentemente mejor calidad en su trabajo. Pero no solo no salió más barato, porque perdí todo el dinero que invertí, sino que casi termina dañando por completo la moto.
Con humildad y bastantes dinero de menos regresé al mecánico de toda la vida, y él me sugirió hacer un trasplante de corazón a la moto (repotenciarla, es decir, cambiar el pistón de 125 por uno de 180cc), ya que el motor estaba pidiendo reparación y la moto estaba muy desforzada. Era un gasto relativamente alto y debía dejar la moto varios días en el taller, pero era el camino a seguir para ponerla en servicio de nuevo.
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