De la frialdad del sepulcro al fuego de la vida nueva en el Resucitado
Mensaje de Pascua
del Prior de la Provincia de San Luis Bertrán de Colombia
¡Feliz y Santa Pascua, queridos hermanos!
Con el Aleluya de Pascua tan cercano a nuestros oídos, envío este saludo a mis hermanos de vocación, llamados por Cristo mismo a ser testigos de su gracia y su victoria. Deseo que el corazón de cada uno se sienta renovado con los grandes misterios de nuestra fe en los lugares donde han predicado la fuerza del resucitado.
En el capítulo 4 de los Hechos de los Apóstoles encontramos a Pedro, el pescador de Galilea, enfrentando la dureza de los jefes del pueblo con el solo apoyo de la fuerza de la Pascua. Las palabras de este apóstol nos inspiran porque también nosotros encontramos y encontraremos dureza en nuestra labor diaria. “No podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído,” afirma san Pedro (Hechos 4,20).
1. ¿Qué hemos arriesgado por Cristo?
Pedro y los apóstoles testigos de la resurrección vencen los miedos y anuncian con valentía el poder de Jesús con una alegría transformadora. Este gozo que viene de Dios ha sido el testimonio que enamoró a los primeros cristianos y que bellamente Basilio el Seleucida en el siglo V exclamaba: ”Cristo con su resurrección de entre los muertos ha hecho de la vida de los hombres una fiesta, los ha colmado de gozo al hacerles vivir no ya una vida terrestre sino una vida celestial” [Homilía Pascual, siglo V].
Esta alegría radica en el amor victorioso del resucitado y lo vemos palpable en Pedro cuando enfrenta a sus detractores diciéndoles: “No podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído.” Ahí está la clave: Pedro es uno que ha “visto” y que ha “oído.” ¿Qué ha visto? ¿Qué ha oído? Ha visto al Maestro despojarse de su túnica y lavar los pies a los discípulos. Ha visto al Sumo y Eterno Sacerdote revestirse de su propia sangre para ofrecer el sacrificio en el altar de la Cruz. Ha visto al Cordero Inmaculado, dispuesto a ofrecer hasta la última gota de sangre por el bien del rebaño. Ha oído decir al Maestro que nos ama y que aunque en el mundo hay aflicciones no tengamos miedo porque ÉL está hasta el final del mundo; pero también ha oído que quien quiere ser discípulo debe tomar su cruz y seguirlo.
Esta convicción tan profunda es la que hoy se ve en tantos cristianos que están siendo despojados de su dignidad, de su vivienda, sus derechos y de su vida cruelmente, especialmente en las regiones donde el fundamentalismo islámico hace rabiosa presencia de aniquilamiento como Irak, Libia, Pakistán, Nigeria y últimamente en Kenya donde 150 estudiantes cristianos fueron masacrados el jueves santo.
Estos mártires actuales nos inspiran a nosotros, en el año de la vida consagrada, a vivir una vida fiel al Evangelio y radicales en el amor. En estos tiempos, nada fáciles para la fe, estos hombres y mujeres mártires nos invitan a tener confianza y esperanza en el presente y futuro de la fe cristiana. Claramente una fe tibia o un amor mediocre no tendrían el vigor suficiente para soportar y superar algo semejante. Uno no puede dejar de asociar el tamaño de la fe y el amor de ellos con el tamaño de los ataques y pruebas que sufren por el nombre de Jesús.
Hermanos, estando al tanto de estos nuevos testigos, no inferiores en su valor a aquellos de que nos hablan los libros de Historia de la Iglesia, preguntémonos: ¿De qué tamaño es el amor que nos mueve? ¿Qué hemos arriesgado por Cristo?
Uno de los más grandes predicadores en la historia estadounidense, el Obispo Fulton J. Sheen, solía decir que él prefería vivir en tiempos en los que la Iglesia sufre en vez de florecer; él se sentía más en su ambiente cuando la Iglesia tiene que luchar, cuando la Iglesia tiene que ir contra la cultura. Esas son las épocas es que los verdaderos hombres y las verdaderas mujeres dan un paso al frente. “Hasta los cadáveres pueden flotar corriente abajo,” solía decir, señalando que muchas personas salen adelante fácilmente cuando la Iglesia es respetada, “pero se necesita de verdaderos hombres, de verdaderas mujeres, para nadar contra la corriente.”
Estos son tiempos duros para ser consagrados, son tiempos duros para ser católicos hoy, pero también son tiempos magníficos para ser religiosos y para ser católicos. Este es un tiempo de gracia porque Dios realmente necesita de nosotros para mostrar su verdadero rostro ante tanta crueldad e injusticia. Sería lamentable, después de experimentar la victoria de Cristo y de ver la firmeza de estos mártires, tener un vida insípida o buscar disculpas, pretextos, excusas que vuelven mediocre nuestra vida religiosa: celebrar rápidamente una misa, si acaso, y correr pronto a asuntos mundanos, a buscar falsos refugios en amistades particulares y abandonar lo que Dios nos ha encargado con tanto amor: al pueblo humilde sufriente.
¿Puede sobrevivir y ser fiel al Señor nuestra Provincia si no se renueva en el fuego del Resucitado? ¿Puede seguir las “huellas” de Cristo si no le contempla primero con ojos enamorados y si no le escucha con devota atención y amor?.
Evidentemente necesitamos salir de la vida superficial para salir con la luz de Cristo al encuentro de los sufrientes de nuestro tiempo, que anhelan la voz de los frailes predicadores como anuncio de la esperanza del amor.
2. La tentación de olvidar nuestra misión
Uno de los personajes bíblicos que encontramos en el camino cuaresmal fue Jeremías. Agobiado por las dificultades, el profeta se sintió tentado de dejar su camino: “No le recordaré, ni hablaré más en su nombre…” (Jeremías 20,9). Como es tan difícil anunciar el camino estrecho, uno tarde o temprano siente la tentación de predicar más bien el camino ancho (véase Mateo 7,13-14).
Un día llegamos a la conclusión de que no queremos parecer duros y nos volvemos complacientes; como es tan pesado predicar la conversión, ¿qué más fácil que profanar la palabra misericordia convirtiéndola en un saco donde todo cabe y cada quien puede llevar la vida que le plazca? Ya que es tan difícil formarse en la escucha profunda y contemplativa de la Palabra divina, uno empieza a repetir las teorías de moda, y queda bien con todos aunque nadie quede bien interiormente.
Resulta más cómodo dejar a un lado los compromisos que tenemos como consagrados y se nos olvida lo que somos y lo que profesamos. ¿El fervor? ¡Cosa de novicios, que no saben la realidad de la vida! ¿El estudio asiduo de la verdad sagrada? ¡Cosa de los frailes de Santo Domingo, que no tienen más que hacer! ¿La tarea misionera? ¡Cosa de los que les guste eso por allá! ¿La santidad? ¡Cosa de los místicos, que no tienen horario de oficina ni tienen que responder por un presupuesto!
Jeremías trató conscientemente de olvidarse de su Señor: “No lo recordaré,” dice. No es difícil imaginar al profeta tratando—gracias a Dios, en vano—de ocupar su mente en otras cosas. La Biblia no nos cuenta cómo trató de huir Jeremías pero sí nos dice en cambio lo que le sucedió: “Esto se convierte dentro de mí como fuego ardiente encerrado en mis huesos; hago esfuerzos por contenerlo, y no puedo…” ¡Bendito fuego del Espíritu Divino, que intranquiliza! ¡Bendito fuego de amor, incontenible y soberano, que saca de su comodidad a los mediocres! ¡Bendito fuego de paz, que trae a la memoria cuánto hemos sido amados y cuánto amor se espera de nosotros!
Hermanos, es necesario sacudir la tentación del olvido cómodo, y junto con ella, la tentación de amoldarnos a los valores y miopes expectativas de nuestra sociedad actual. ¿Habrán perdido actualidad las palabras de aquel apóstol que tanto inspiró a nuestro padre Santo Domingo? Leemos en la Carta a los Romanos 12,2: “No vivan ya según los criterios del tiempo presente; al contrario, cambien su manera de pensar para que así cambie su manera de vivir y lleguen a conocer la voluntad de Dios, es decir, lo que es bueno, lo que le es grato, lo que es perfecto.”
Celebrar la Pascua no es simplemente organizar o presidir unas ceremonias para que otros satisfagan una cierta necesidad que podríamos llamar “religiosa.” Celebrar y vivir la Pascua es aferrarnos a Cristo, hasta morir su misma muerte, y con Él resucitar victorioso. “Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos,” le decía Pablo a un discípulo muy cercano (2 Timoteo 2,8).
3. La verdad del sepulcro y el comienzo de una vida nueva
Para los Padres de la Iglesia, la Pascua del Señor tiene una importancia sencillamente incomparable. En ella, es el contenido soteriológico del sacrificio de Cristo lo que quieren salvaguardar, por encima de todo. Y no hay verdadero sacrificio si no hay verdadera entrega, que equivale a decir: entrega total. Por eso les interesa afirmar la verdad de la muerte de Cristo, expresada sensiblemente, de algún modo, en la verdad del sepulcro vacío. Así afirma San Ignacio de Antioquía que si la muerte de Cristo fue aparente entonces él mismo, condenado a morir, moría “inútilmente” [Carta a los Tralianos, 10].
El razonamiento es sencillo: si la muerte no fue real, la entrega fue aparente porque quedó lo más importante por entregar. Y si la entrega fue aparente, entonces son aparentes también el amor de que nos alegramos y la salvación que predicamos.
Por otra parte, aquella muerte no es el final de la historia. Como dijo el Papa Francisco, “nuestra vida no termina ante la piedra del sepulcro” [Audiencia del 1° de Abril de 2015]. Lo que sí hace el sepulcro es presentarnos con rudeza las consecuencias del pecado y a la vez revelarnos con solidez la abundancia de la misericordia que llegó hasta esos extremos sin odiarnos ni vengarse de nosotros. La primera palabra del Resucitado no es “desquite” ni “revancha” sino: “paz a vosotros.”
Así el sepulcro se convierte, no simplemente en un final, sino en el comienzo de una nueva etapa, de hecho, la etapa última y decisiva de la historia humana, que nada aguarda mayor ni mejor que el retorno glorioso de Cristo.
La pregunta de fondo es: ¿Se puede apostar por un modo radical de amar a Dios y al prójimo, tal como lo vivió y predicó Jesucristo? Claramente esa radicalidad alcanzó su vértice en la Cruz, que condujo al escándalo silencioso y frío del sepulcro. Y surgen dos posibilidades. Si miramos al sepulcro sólo como un final, la pregunta queda respondida de esta manera: “No seas tonto; no pretendas amar ni servir tanto ni de ese modo; céntrate en ti y disfruta lo que puedas y lo que tengas.” Si en cambio, el sepulcro es el comienzo, la misma pregunta queda respondida de este modo: “Lo mismo que Cristo, tú también tendrás pruebas; lo mismo que Él, experimentarás abandono y hasta la muerte; pero lo mismo que Él, conocerás la plenitud de una vida que ya no muere y de una alegría que ya no se apaga.”
Llegar a la verdad del sepulcro es entender su carácter de final y de comienzo, como bien lo enseñaba San Cirilo de Jerusalén en sus Catequesis Mistagógicas. ¿Qué de nosotros debe quedar ya en ese sepulcro, y qué de nosotros ha de salir ya con Cristo de tales tinieblas?
Llegar a la verdad del sepulcro es reconocer que hay caminos de muerte que pretenden enlazar nuestros pies, sujetándonos a los bienes y placeres transitorios de esta tierra; encadenándonos, a veces, a un lugar, un oficio, un afecto impuro, un vicio que nos destruye.
Pero llegar a la verdad del sepulcro también es comprender que hay caminos de gracia que ya han sido inaugurados por los pies del que ahora vive para siempre. De ellos se habló proféticamente: “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del que trae buenas nuevas, del que anuncia la paz… del que anuncia la salvación, y dice a Sion: Tu Dios reina!” (Isaías 52,7)
Con actitud renovada de conversión, con el corazón colmado por el gozo de sabernos tan amados, entremos de lleno, hermanos, en este tiempo pascual y clamemos desde ya el auxilio del Espíritu Santo, que nos conduce “a la verdad completa” (Juan 16,13).
La Virgen del Rosario de Chiquinquirá nos ayude en este caminar pascual de vida nueva y de gracia santificadora.
Fr. Said LEÓN AMAYA, O.P.,
Prior Provincial