En días recientes el mundo ha presenciado con ojos desconcertados una catástrofe que parece tomada de una película de terror: según las evidencias actualmente disponibles, el copiloto de un avión comercial ha decidido suicidarse estrellando el avión que en ese momento estaba completamente a su cargo, después de impedir deliberadamente que el piloto pudiera regresar a la cabina de mando; así han muerto con él 149 inocentes. Hasta el momento no hay señal ni razón alguna que ayude a comprender su fatal decisión por lo que el trágico accidente no puede ser calificado de acto terrorista sino de algo así como un acto demencial a la máxima potencia. La investigación se encamina en este momento a tratar de indagar los motivos y circunstancias que pudieron llevar a ese hombre a actuar de un modo tan absurdo y tan cruel.
Es difícil asomarse al abismo de dolor y al pozo oscuro de preguntas que deben estar persiguiendo a los parientes y amigos de aquellos desventurados pasajeros. Es aún más difícil tratar de imaginar el infierno que experimentaron aquellos viajeros que de repente tuvieron la certeza espantosa de que su viaje iba a terminar demasiado pronto y que jamás llegarían al destino planeado. Un acto absurdo, una voluntad impuesta de muerte los obligó a desembarcarse de esta vida en circunstancias de un horror sin límites. ¿Qué pensamientos cruzaron por aquellas mentes exasperadas, llegadas al colmo de la angustia, sencillamente condenadas a morir? ¿A quiénes recordaron? ¿Con qué imagen quisieron o tuvieron que despedirse de su paso por esta tierra? ¿Hubo creyentes entre ellos? ¿Se elevaron súplicas a Dios, primero para que los salvara de semejante momento, y luego, al ver llegar lo inevitable a 800 kilómetros por hora, para que se apiadara de ellos en la hora de entrar a la eternidad?
¿Y qué hay de ese otro abismo, el de la mente del suicida que llevó a la muerte a sus compañeros de vuelo, incluyendo al piloto con el que había conversado minutos atrás de modo amigable e informal? Apenas sucedido el accidente, las entrevistas de los periodistas buscaban con afán a mecánicos, ingenieros y técnicos de aviación. Ahora sabemos que todo apunta a que el desperfecto no estaba en las máquinas. Los motores, cables y estructuras estaban en buenas condiciones; el corazón, la mente y las decisiones de quien iba a manejar toda esa maravilla tecnológica, no lo estaban. Ironía de nuestra sociedad: hacemos naves con alto grado de perfección pero alguna vez las entregamos a pilotos con terribles desperfectos. Por eso, con referencia este caso, los periodistas ya no preguntan a los ingenieros sino que interrogan a psicólogos, sobre todo a aquellos que parecen tener mas conocimiento de la gravedad de la depresión, o de la capacidad de mentira y máscara que tiene el ser humano.
No te quedes mirando la máquina; mira a quien debe guiarla. Tener un buen avión es el logro de nuestra sociedad; nos falta todavía saber cómo podemos tener magníficos seres humanos que guíen esos magníficos aparatos. El avión es un medio; corresponde al piloto llevarlo a su meta o destino. Y la meta puede ser un feliz aterrizaje, seguido de abrazos y risas; o puede ser un lugar remoto en los Alpes, seguido de lágrimas de rabia y desconsuelo.
Tenemos cada vez herramientas y medios mejores, como nuestros aviones, pero nos estamos olvidando demasiado de los fines, los propósitos, los genuinos valores. ¿De qué sirven los GPS, radares, mapas y brújulas de la máquina si el corazón ha perdido su brújula, o si su único Norte es la muerte y la nada?
Somos una sociedad desorientada y perpetuamente distraída que se olvida de que ha perdido su brújula mirando con orgullo las brújulas de los aparatos. Muchas personas han perdido todo motivo para seguir adelante pero se distraen viendo que por lo menos la batería de su celular está bien cargada. Multitud de jóvenes no saben qué es valioso en la vida pero, en triste compensación, sí saben cómo ganar puntos en el videojuego de moda. Estamos orgullosos de conquistar la materia pero esa arrogancia nos ha hecho descuidar nuestra dimensión más espiritual y permanente.
Nada que yo diga; nada que nadie diga podrá devolver a las familias en luto el abrazo de sus seres queridos. Pero si queremos que algo bueno brote en aquel rincón perdido de los Alpes franceses esta puede ser la lección: No descuides tu herramienta pero cuida aún más a quien ha de usarla. Atiende los medios y caminos pero pon tu corazón en la meta verdadera.
Para quienes hemos recibido el don de la fe, esa meta tiene nombre propio: Jesucristo.
Que sea esta la sobria meditación de nuestra Semana Santa, y que el Señor nos conceda renovarnos en su Pascua. Amén.