El descanso festivo

284 El descanso festivo es un derecho.609 « El día séptimo cesó Dios de toda la tarea que había hecho » (Gn 2,2): también los hombres, creados a su imagen, deben gozar del descanso y tiempo libre para poder atender la vida familiar, cultural, social y religiosa.610 A esto contribuye la institución del día del Señor.611 Los creyentes, durante el domingo y en los demás días festivos de precepto, deben abstenerse de « trabajos o actividades que impidan el culto debido a Dios, la alegría propia del día del Señor, la práctica de las obras de misericordia y el descanso necesario del espíritu y del cuerpo ».612 Necesidades familiares o exigencias de utilidad social pueden legítimamente eximir del descanso dominical, pero no deben crear costumbres perjudiciales para la religión, la vida familiar y la salud.

285 El domingo es un día que se debe santificar mediante una caridad efectiva, dedicando especial atención a la familia y a los parientes, así como también a los enfermos y a los ancianos. Tampoco se debe olvidar a los « hermanos que tienen las misma necesidades y los mismos derechos y no pueden descansar a causa de la pobreza y la miseria ».613 Es además un tiempo propicio para la reflexión, el silencio y el estudio, que favorecen el crecimiento de la vida interior y cristiana. Los creyentes deberán distinguirse, también en este día, por su moderación, evitando todos los excesos y las violencias que frecuentemente caracterizan las diversiones masivas.614 El día del Señor debe vivirse siempre como el día de la liberación, que lleva a participar en « la reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos » (Hb 12,22-23) y anticipa la celebración de la Pascua definitiva en la gloria del cielo.615

286 Las autoridades públicas tienen el deber de vigilar para que los ciudadanos no se vean privados, por motivos de productividad económica, de un tiempo destinado al descanso y al culto divino. Los patronos tienen una obligación análoga con respecto a sus empleados.616Los cristianos deben esforzarse, respetando la libertad religiosa y el bien común de todos, para que las leyes reconozcan el domingo y las demás solemnidades litúrgicas como días festivos: « Deben dar a todos un ejemplo público de oración, de respeto y de alegría, y defender sus tradiciones como una contribución preciosa a la vida espiritual de la sociedad humana ».617 Todo cristiano deberá « evitar imponer sin necesidad a otro lo que le impediría guardar el día del Señor ».618

NOTAS para esta sección

608Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 32: AAS 83 (1991) 832-833.

609Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 19: AAS 73 (1981) 625-629: Id., Carta enc. Centesimus annus, 9: AAS 83 (1991) 804.

610Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 67: AAS 58 (1966) 1088-1089.

611Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2184.

612Catecismo de la Iglesia Católica, 2185.

613Catecismo de la Iglesia Católica, 2186.

614Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2187.

615Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Dies Domini, 26: AAS 90 (1998) 729: « La celebración del domingo, ‘‘primer” día y al mismo tiempo ‘‘octavo”, proyecta al cristiano hacia el horizonte de la vida eterna ».

616Cf. León XIII, Carta enc. Rerum novarum: Acta Leonis XIII, 11 (1892) 110.

617Catecismo de la Iglesia Católica, 2188.

618Catecismo de la Iglesia Católica, 2187.


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¿Cuántos embriones humanos involucra la fecundación in vitro?

“Una de las características más preocupantes de la expansión de la fecundación in vitro (FIV) es la cantidad de embriones humanos que se conciben para lograr un nacimiento con vida. Para dimensionar el fenómeno se puede mencionar el informe enviado el 19 de julio de 2013 por el Ministro de Salud de Italia al Parlamento de ese país sobre el estado de implementación de la ley 40/2004 referida a la procreación médicamente asistida. El informe contiene la actividad al año 2011 de los centros de reproducción y permite constatar el notable aumento de embriones concebidos, de los embriones congelados, sin que ello signifique un aumento de los nacidos vivos…”

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Hermosa oración a San Miguel Arcángel

¡San Miguel, el Arcángel! glorioso Príncipe, el jefe de las huestes celestiales; guardián de las almas de los hombres; vencedor de los ángeles rebeldes! ¡Qué hermoso eres, con tu armadura. ¡Nosotros te amamos, querido Príncipe del Cielo!

Nosotros, tus felices devotos, anhelamos disfrutar de tu protección especial. Pedimos a Dios tener parte de tu coraje robusto; orar para que podamos tener un amor fuerte y tierno para nuestro Redentor y, en todo peligro o tentación, ser invencibles contra el enemigo de nuestras almas.

¡Abanderado de nuestra salvación! Quédate con nosotros en nuestros últimos momentos y cuando nuestras almas dejan este exilio terrenal, llévanos con seguridad al trono del juicio de Cristo, y que nuestro Señor te mande llevarnos rápidamente al reino de la felicidad eterna.

Enséñanos a repetir el grito sublime: “¿Quién como Dios?”

Amén.

El lado siniestro del mundo pagano azteca

Según narra Bernal Díez del Castillo, los soldados españoles, primero en Campeche, en 1517, al oeste del Yucatán, y pronto a medida que avanzaban en sus incursiones, fueron conociendo el espanto de los templos de los indios, donde se sacrificaban hombres, y el horror de los sacerdotes, papas, «los cabellos muy grandes, llenos de sangre revuelta con ellos, que no se pueden desparcir ni aun peinar»… Allí vieron «unas casas muy grandes, que eran adoratorios de sus ídolos y bien labradas de cal y canto, y tenían figurado en unas paredes muchos bultos [imágenes] de serpientes y culebras grandes, y otras pinturas de ídolos de malas figuras, y alrededor de uno como altar, lleno de gotas de sangre» (cp.3). En una isleta «hallamos dos casas bien labradas, y en cada casa unas gradas, por donde subían a unos como altares, y en aquellos altares tenían unos ídolos de malas figuras, que eran sus dioses. Y allí hallamos sacrificados de aquella noche cinco indios, y estaban abiertos por los pechos y cortados los brazos y los muslos, y las paredes de las casas llenas de sangre» (cp.13). Lo mismo vieron no mucho después en la isla que llamaron San Juan de Ulúa (cp.14). Eran escenas espantosas, que una y otra vez aquellos soldados veían como testigos asombrados.

Avanzando ya hacia Tenochtitlán, la capital azteca, hizo Pedro de Alvarado una expedición de reconocimiento, con doscientos hombres, por la región de Culúa, sujeta a los aztecas. Y «llegado a los pueblos, todos estaban despoblados de aquel mismo día, y halló sacrificados en unos cúes [templos] hombres y muchachos, y las paredes y altares de sus ídolos con sangre, y los corazones presentados a los ídolos; y también hallaron los cuchillazos de pedernal con que los abrían por los pechos para sacarles los corazones. Dijo Pedro de Alvarado que habían hallado en todos los más de aquellos cuerpos muertos sin brazos y piernas, y que dijeron otros indios que los habían llevado para comer, de lo cual nuestros soldados se admiraron mucho de tan grandes crueldades. Y dejemos de hablar de tanto sacrificio, pues desde allí adelante en cada pueblo no hallábamos otra cosa» (cp.44).

Por otra parte, como hace notar Alvear Acevedo, hay que tener en cuenta que «la guerra, la conquista y el sometimiento de otros pueblos, tenían motivos económicos y políticos, pero también razones religiosas de búsqueda de prisioneros para su inmolación» (87). En todo caso, a principios del siglo XVI, el emperador Moctezuma, el gran tlatoani (de tlatoa, el que habla), recibía tributo de 371 pueblos. Cada semestre, pasaban los recaudadores o calpixques a recoger los impuestos que en especies y cuantías estaban perfectamente determinados. Así era el gran imperio azteca, y el náhuatl era su lengua.

Esta ambiciosa política guerrera de los aztecas trajo una muy precaria paz imperial entre los pueblos, pues, como señala Motolinía, «todos andaban siempre envueltos en guerra unos contra otros, antes que los Españoles viniesen. Y era costumbre general en todos los pueblos y provincias, que al fin de los términos de cada parte dejaban un gran pedazo yermo y hecho campo, sin labrarlo, para las guerras. Y si por caso alguna vez se sembraba, que era muy raras veces, los que lo sembraban nunca lo gozaban, porque los contrarios sus enemigos se lo talaban y destruían» (III,18, 450).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.