Según narra Bernal Díez del Castillo, los soldados españoles, primero en Campeche, en 1517, al oeste del Yucatán, y pronto a medida que avanzaban en sus incursiones, fueron conociendo el espanto de los templos de los indios, donde se sacrificaban hombres, y el horror de los sacerdotes, papas, «los cabellos muy grandes, llenos de sangre revuelta con ellos, que no se pueden desparcir ni aun peinar»… Allí vieron «unas casas muy grandes, que eran adoratorios de sus ídolos y bien labradas de cal y canto, y tenían figurado en unas paredes muchos bultos [imágenes] de serpientes y culebras grandes, y otras pinturas de ídolos de malas figuras, y alrededor de uno como altar, lleno de gotas de sangre» (cp.3). En una isleta «hallamos dos casas bien labradas, y en cada casa unas gradas, por donde subían a unos como altares, y en aquellos altares tenían unos ídolos de malas figuras, que eran sus dioses. Y allí hallamos sacrificados de aquella noche cinco indios, y estaban abiertos por los pechos y cortados los brazos y los muslos, y las paredes de las casas llenas de sangre» (cp.13). Lo mismo vieron no mucho después en la isla que llamaron San Juan de Ulúa (cp.14). Eran escenas espantosas, que una y otra vez aquellos soldados veían como testigos asombrados.
Avanzando ya hacia Tenochtitlán, la capital azteca, hizo Pedro de Alvarado una expedición de reconocimiento, con doscientos hombres, por la región de Culúa, sujeta a los aztecas. Y «llegado a los pueblos, todos estaban despoblados de aquel mismo día, y halló sacrificados en unos cúes [templos] hombres y muchachos, y las paredes y altares de sus ídolos con sangre, y los corazones presentados a los ídolos; y también hallaron los cuchillazos de pedernal con que los abrían por los pechos para sacarles los corazones. Dijo Pedro de Alvarado que habían hallado en todos los más de aquellos cuerpos muertos sin brazos y piernas, y que dijeron otros indios que los habían llevado para comer, de lo cual nuestros soldados se admiraron mucho de tan grandes crueldades. Y dejemos de hablar de tanto sacrificio, pues desde allí adelante en cada pueblo no hallábamos otra cosa» (cp.44).
Por otra parte, como hace notar Alvear Acevedo, hay que tener en cuenta que «la guerra, la conquista y el sometimiento de otros pueblos, tenían motivos económicos y políticos, pero también razones religiosas de búsqueda de prisioneros para su inmolación» (87). En todo caso, a principios del siglo XVI, el emperador Moctezuma, el gran tlatoani (de tlatoa, el que habla), recibía tributo de 371 pueblos. Cada semestre, pasaban los recaudadores o calpixques a recoger los impuestos que en especies y cuantías estaban perfectamente determinados. Así era el gran imperio azteca, y el náhuatl era su lengua.
Esta ambiciosa política guerrera de los aztecas trajo una muy precaria paz imperial entre los pueblos, pues, como señala Motolinía, «todos andaban siempre envueltos en guerra unos contra otros, antes que los Españoles viniesen. Y era costumbre general en todos los pueblos y provincias, que al fin de los términos de cada parte dejaban un gran pedazo yermo y hecho campo, sin labrarlo, para las guerras. Y si por caso alguna vez se sembraba, que era muy raras veces, los que lo sembraban nunca lo gozaban, porque los contrarios sus enemigos se lo talaban y destruían» (III,18, 450).
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.