Las cualidades de los indios mexicanos impresionaron a los primeros españoles quizá aún más que sus vicios y horribles supersticiones. Un franciscano, por ejemplo, de la primera evangelización, Motolinía, habla muchas veces de los indios de México con verdadero entusiasmo. En su Historia de los indios de la Nueva España, aunque se refiere generalmente a indios recién cristianos -la termina en 1541-, refleja también en buena parte lo que aquellos indios ya eran antes del Evangelio:
«Estos indios casi no tienen estorbo que les impida para ganar el cielo, de los muchos que los españoles tenemos, porque su vida se contenta con muy poco, y tan poco que apenas tienen con qué se vestir y alimentar. Su comida es paupérrima, y lo mismo es el vestido. Para dormir, la mayor parte de ellos aún no alcanzan una estera sana. No se desvelan en adquirir ni guardar riquezas, ni se matan por alcanzar estados ni dignidades. Con su pobre manta se acuestan, y en despertando están aparejados para servir a Dios, y si se quieren disciplinar [para hacer penitencia], no tienen estorbo ni embarazo de vestirse y desnudarse. Son pacientes, sufridos sobre manera, mansos como ovejas. Nunca me acuerdo haberlos visto guardar injuria; humildes, a todos obedientes, ya de necesidad, ya de voluntad, no saben sino servir y trabajar. Todos saben labrar una pared y hacer una casa, torcer un cordel, y todos los oficios que no requieren mucha arte. Es mucha la paciencia y sufrimiento que en las enfermedades tienen. Sus colchones es la dura tierra, sin ropa ninguna; cuando mucho tienen una estera rota, y por cabecera una piedra o un pedazo de madero, y muchos ninguna cabecera, sino la tierra desnuda. Sus casas son muy pequeñas, algunas cubiertas de un solo terrado muy bajo, algunas de paja, otras como la celda de aquel santo abad Hilarión, que más parecen sepultura que no casa».
«Están estos indios y moran en sus casillas, padres y hijos y nietos; comen y beben sin mucho ruido ni voces. Sin rencillas ni enemistades pasan su tiempo y vida, y salen a buscar el mantenimiento a la vida humana necesario, y no más. Si a alguno le duele la cabeza o cae enfermo, si algún médico entre ellos fácilmente se puede haber, sin mucho ruido ni costa, vanlo a ver, y si no, más paciencia tienen que Job…»
«Si alguna de estas indias está de parto, tienen muy cerca la partera, porque todas lo son. Y si es primeriza va a la primera vecina o parienta que le ayude, y esperando con paciencia a que la naturaleza obre, paren con menos trabajo y dolor que las nuestras españolas… El primer beneficio que a sus hijos hace es lavarlos luego con agua fría, sin temor que les haga daño. Y con esto vemos y conocemos que muchos de éstos así criados desnudos, viven buenos y sanos, y bien dispuestos, recios, fuertes, alegres, ligeros y hábiles para cuanto de ellos quieren hacer; y lo que más hace al caso es, que ya que han venido en conocimiento de Dios, tienen pocos impedimentos para seguir y guardar la vida y ley de Jesucristo». Y añade: «Cuando yo considero los enredos y embarazos de los españoles, querría tener gracia para me compadecer de ellos, y mucho más y primero de mí» (I,14, 148-151).
El Señor, «que enseña al hombre la ciencia, ese mismo proveyó y dio a estos Indios naturales grande ingenio y habilidad para aprender todas las ciencias, artes y oficios que les han enseñado, porque con todos han salido en tan breve tiempo, que en viendo los oficios que en Castilla están muchos años en los aprender, acá en sólo mirarlos y verlos hacer, han muchos quedado maestros. Tienen el entendimiento vivo, recogido y sosegado, no orgulloso ni derramado como otras naciones… Aprendieron a leer brevemente así en romance como en latín… Escribir se enseñaron en breve tiempo, y si el maestro les muda otra forma de escribir, luego ellos también mudan la letra y la hacen de la forma que les da su maestro». Todas las ciencias, artes y oficios -la música y el canto, la gramática y la pintura, la orfebrería, la imaginería o la construcción-, todas las aprendían de tal modo que con frecuencia superaban en poco tiempo a los maestros españoles (III,12-13, 398-411).
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.