Es un poco triste reconocerlo pero hay que ser honestos: algunos se cansaron de batallar contra la corriente. Un día se sintieron sin fuerzas, y casi sin darse cuenta, empezaron a dejarse llevar por el fluido suave y el ritmo arrullador de las aguas que iban corriente abajo.
Poco importó en un primer momento que fueran aguas venenosas. Poco importó que hubiera un penetrante hedor que se pegaba a todo: sus palabras, sus ropas, sus casas. La comodidad de dejarse llevar parecía buena razón, y al fin y al cabo, a los malos olores uno termina por acostumbrarse.
Se cansaron de decir que la paga del pecado es la muerte; su discurso cambió, y empezaron a decir que ante todo hay que ser humanos, y que Dios es tan misericordioso que en realidad no importa que pequemos, porque–ya revolcados bien abajo en esas aguas inmundas–les parecía imposible que hubiera condenación. Admitir que puede haber infierno y condenación eterna es admitir que uno puede llegar allá si enseña lo que es falso aunque sea seductor. Así que cerraron los ojos y dijeron mirando a las cámaras que Dios no podía ser tan terrible.
Algunos se cansaron de pelear. Entregaron sus armas. Ya no soportaron más que la sociedad los excluyera, que la opinión pública los lastimara, que los medios de comunicación los ignoraran, que los parlamentos aprobaran leyes en contra de lo que siempre se enseñó. Se cansaron de ser sal que fastidia y dejaron de salar. Insípidos, con una sonrisa inocua, con un discurso debidamente censurado y autorizado por el “Nuevo Desorden Mundial” salieron a los púlpitos y a las cámaras y proclamaron que la Iglesia había cambiado. En realidad sólo ellos habían cambiado pero usurparon el nombre de la Esposa de Cristo.
Se cansaron de ser vituperados y maltratados. Cambiaron entonces su enseñanza y la acomodaron a los oídos adúlteros del mundo. Un aplauso sonoro fue la respuesta de parte de ese mundo, que de tiempo atrás esperaba tal cansancio. Los de las tinieblas se miraron y sonrieron con gesto de victoria. El rostro de los enemigos de la Iglesia brillaba con entusiasmo: “¡La hemos derribado!,” se dijeron al ver caer algunas de las altas torres de la Esposa, la Casa de Dios, la Católica.
Y los que se cansaron, y ahora enseñan otra cosa, al oír el estrépito de semejante derrumbe, creyeron que los estaban aplaudiendo. Ya sabes: un derrumbe suena como un aplauso.
Algunos se cansaron. Pero no todos. Hay quien siente dolor y celo. Hay quien hace penitencia y reza. Hay quien predica, así parezca que su voz se pierde en el desierto. Hay quien llora y ora. Y esa oración atraviesa las nubes.