El proceso de secularización de las naciones de Occidente, iniciado sobre todo a partir de la Revolución fracesa, además de traer la pérdida de la confesionalidad pública, rara vez ha conducido simultáneamente a la pérdida o deterioro grave de la conciencia de identidad nacional en esos países, a pesar de que todos ellos proceden de una antigua y fuerte raíz cristiana. Por el contrario, esto ha sucedido muy acusadamente en España.
Mientras que hoy, habitualmente, un alemán se sigue sintiendo alemán, como sus antepasados, y no desea ser otra cosa; y un inglés, al finalizar un espectáculo, canta con entusiasmo el tradicional God save the Queen!; o un francés, sea cual sea su ideología, suele ser bien consciente de la grandeur de la France; o un joven canadiense, adonde quiera que vaya, lleva en la mochila el signo de su patria; es patente que entre los españoles no suele suceder hoy nada parecido. ¿Por qué?…
Cada nación ha tenido su propia historia, y un conjunto muy complejo de factores de diversa índole han contribuido a forjar la propia identidad nacional. Pues bien, el influjo decisivo de la fe católica en la configuración de la unidad nacional española es lo que explica ese hecho diferencial enigmático acerca del cual nos interrogamos. Durante ocho siglos vivió España el singular proceso de la Reconquista, que no tuvo paralelo en ninguna otra nación europea, si se exceptúa Portugal. Aquel arduo empeño de siglos fue lo que reunió en torno a la fe en Cristo a los pueblos de la península, racial y culturalmente muy diversos, transcendiendo sus luchas e intereses particulares encontrados. Y toda la historia posterior de España, durante muchos siglos, ha estado marcada precisamente por aquella fe que, como ningún otro factor, forjó la unidad nacional e inspiró sus empresas colectivas.
En esta perspectiva se debe contemplar cómo la secularización actual de la vida pública española, considerada como imperativo necesario de las «libertades modernas» tanto por comunistas y socialistas, como por liberales y democristianos, ha roto el nudo fundamental que mantenía unidas a las partes, ha producido una pérdida casi completa de la identidad española, y ha hecho al mismo tiempo artificiales las fórmulas políticas que se vienen dando para tratar de sustentar de modo ideológico, y no meramente pragmático o de crasa conveniencia, la unidad en España de pueblos y regiones.
En efecto, ningún país europeo tiene como España a sus pueblos integrantes unidos desde hace tantos siglos -cinco, siete o más-, y en ninguno de ellos, sin embargo, se dan fuerzas separatistas tan violentas como en España. Mientras que la identidad nacional de Hispania es una de las más antiguas y de las más profundamente caracterizadas de Occidente y del mundo, hoy, a pesar de eso, en la península el nombre mismo de «España» va quedando proscrito: unos dirán «este país», otros hablarán del «Estado», como los separatistas, y aquel irónico dirá «Carpetovetonia» o lo que sea, pero fuera de las instancias oficiales obligadas, o del pueblo sencillo, rara vez se pronuncia el nombre de «España»…
¿Y esto por qué? ¿Es que nuestra historia carece de las glorias que iluminan la memoria colectiva de otros pueblos? ¿Es que nuestros males pasados o presentes no hallan comparación con los habidos o cometidos en otras naciones?… No, no, en absoluto, no es por eso. Sólamente podría pensar así quien ignorase por completo la historia de las naciones. Todos los pueblos, también España, son pueblos pecadores, sin duda alguna, y en todos los siglos de su historia, como en el presente, abundan indeciblemente las miserias más vergonzosas: pero en cualquiera de ellos, menos en España, se canta el himno nacional, se honra la bandera y la propia historia, o se celebran con alegría las fiestas patrias. Y tampoco este fenómeno extraño puede explicarse en referencia «al carácter nacional» del español, pues éste más bien ha sido siempre enérgico y seguro de sí mismo.
No, el efecto procede de otra causa. El aborrecimiento hacia «España», el sentimiento de vergüenza hacia su historia, el complejo de inferioridad frente a los otros pueblos desarrollados, se da hoy en aquellos españoles más avisados que han comprendido a tiempo que para ser «modernos», para incorporarse definitivamente «a las corrientes progresistas de la historia», es imprescindible afirmarse en un humanismo autónomo, es preciso renunciar al cristianismo, o al menos relegarlo muy estrictamente al secreto más íntimo de la conciencia, evitando toda proyección pública y social: es decir, se hace necesario dejar de ser «español».
Ésta es la verdad. Por otra parte, apagado en España el principio católico de su vida nacional, que había mantenido unidos durante siglos a pueblos muy diversos, el liberalismo, ya en avanzada secularización de la vida pública, dio lugar, como en otros pueblos, a un nacionalismo centralista sumamente idóneo para suscitar a la contra nacionalismos regionalistas.
Y en ésas estamos. Ahora, en zonas como el centro de la península, los ilustrados actuales, como herederos espirituales de los ilustrados del XVIII y de los liberales del XIX, cuya política ha sido dominante en esas regiones desde comienzos del siglo pasado, siguen manteniendo la unidad nacional, pero vaciada de todo contenido religioso, y por eso, si rehusan mencionar el nombre de «España», es precisamente por la densidad de fe y de tradición católica que este nombre entraña. En esas mismas zonas, sin embargo, el amor patrio todavía se mantiene, a duras penas, en el pueblo sencillo, que durante mucho tiempo ha sido ajeno y poco vulnerable a las ideas y sentimientos antitradicionales de las clases gobernantes y de las élites ilustradas.
Por otra parte, en la periferia peninsular, en aquellas regiones que antes fueron de las más acusadamente católicas y antiliberales, como el País Vasco y gran parte de Cataluña, el secularismo, dejando de lado a Dios como principio de unidad social, alza con fuerza el culto religioso a la lengua y a la etnia propias… y siembra con eficacia, esta vez también entre el pueblo sencillo, la aversión a «España»…
1992. Así, en esta situación agónica, España, avergonzada de sí misma y de su historia, y avergonzada también por supuesto de su historia americana, «celebró» -es un decir- el V Centenario del descubrimiento y evangelización de América. Que Dios nos pille a todos confesados.
Por lo que a nosotros se refiere, terminada esta I Parte de nuestra obra, ya no hablaremos más, como no sea ocasionalmente, de los aspectos políticos y populares de la acción de España en América, sino que nos centraremos en el estudio de las personalidades individuales apostólicas más notables. Es decir, nos dedicaremos ya, gozosa y libremente, a narrar los grandes Hechos de los apóstoles de América.
La Virgen de Guadalupe nos ayude.
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.