Como decíamos al hablar de los cronistas y soldados, hemos de tener siempre presente que el sujeto principal de la acción evangelizadora de las Indias fue la Iglesia, entendida como el pueblo cristiano. Es decir, la evangelización de América no fue hecha sólo por los santos religiosos, cuya biografía recordaremos, y por los grandes obispos misioneros, con su clero. Aquellos santos religiosos, en primer lugar, no eran figuras aisladas, sino que vivían y actuaban en cuanto miembros de unas comunidades religiosas, con frecuencia santas y apostólicas. Pero hemos de recordar además que aquellos héroes misionales contaban siempre con la oración y la cooperación de un pueblo creyente, que estaba decidido a irradiar su fe.
Y esto no es sólamente una cuestión histórica, sino algo que parte de principios profundamente teológicos. En efecto, la acción misionera y apostólica, aunque tenga unos órganos específicos para su ejercicio, es acción de toda la Iglesia. Si consideráramos la admirable fecundidad de una cierta madre de familia, y sólo apreciáramos en ella una matriz particularmente sana, caeríamos en grave error: la fecundidad de esa mujer se debe igualmente o más a la salud de sus órganos internos, a la energía de su sistema muscular y respiratorio, a la fuerza de su corazón; y mucho más debe ser atribuída a su espíritu, a su capacidad personal de transmitir vida, de hacer aflorar en este mundo hombres nuevos. Algo semejante ocurre con la Iglesia Madre, cuya fecundidad apostólica procede siempre de Cristo Esposo, y de la participación orante y activa de todo el Cuerpo eclesial.
En este sentido, hay que señalar que, junto con los misioneros, las familias cristianas fueron el medio principal de la evangelización de América. Un fenómeno tan complejo y extenso, apenas puede aquí ser indicado brevemente, pero es de la mayor importancia. Es indudable que el mestizaje, la educación doméstica de los hijos, la solicitud religiosa hacia la servidumbre de la casa, fueron quizá los elementos más importantes para la suscitación y el desarrollo de la vida cristiana.
Pensemos también en las cofradías reunidas por gremios o en torno a una devoción particular, recordemos los trabajos apostólicos en las doctrinas o catequesis, o la función importantísima de los maestros de escuela, cuya responsabilidad misionera fue impulsada por Lima en 1552; y no olvidemos tampoco a los fundadores innumerables de iglesias y ermitas, conventos y hospitales, escuelas y asilos.
Sólo un ejemplo, traído por el cronista Mariño de Lobera: «Estaba en la Imperial [de Chile] una señora llamada Mencía Marañón, mujer de Alonso de Miranda, que habían venido de junto a Burgos. Y como gente acostumbrada a vivir según la caridad con que se procede en Castilla, tenían esta buena leche en los labios, y se esmeraban más en obras pías cuanto más crecían los infortunios de esta tierra, de suerte que esa señora daba limosna a cuantos indios llegaban a su puerta, y recogía en su casa a los enfermos, curándolos ella misma con mucha diligencia y cuidado. Y saboreábase tanto en estas ocupaciones, que se metía cada día más en ellas hasta hacer su casa un hospital, y amortajar los indios con sus manos» (83).
Pensemos en la institución de los fiscales, laicos con responsabilidad pastoral, que eran creados donde no había presencia habitual de un sacerdote. Ya activos desde 1532 en Nueva España y regulados en 1552 en el concilio primero de Lima, prestaron -y todavía prestan en algunas zonas de América- excelentes servicios al pueblo cristiano. Hemos de recordar aquí, por ejemplo, a los dos hermanos Juan Bautista y Jacinto de los Angeles, mártires mexicanos. Ambos eran fiscales indígenas casados, que hacían su servicio en San Francisco de Cajonos, Oaxaca, y que en 1700 fueron matados con garrotes y machetes por denunciar reuniones idolátricas. Sus restos se hallan en la Catedral de Oaxaca, y ha sido iniciado recientemente su proceso de canonización.
Y pensemos también en los encomenderos… Las Leyes de Burgos (1512), primer código de los españoles en las Indias, mandaban a éstos adoctrinar a los indios que tuvieran encomendados, y a los indios les ordenaba vivir cerca de los poblados de los españoles, «porque con la conversación continua que con ellos tendrán, como con ir a la iglesia los días de fiesta a oir misa y los oficios divinos, y ver cómo los españoles lo hacen», más pronto lo aprenderán. Esta teoría del buen ejemplo resultó en la práctica bastante discutible, de manera que en muchas ocasiones, concretamente en las reducciones, y antes en las instrucciones del obispo Vasco de Quiroga, se prefirió para la educación cristiana de los indios la separación habitual de los españoles seglares.
El estudio de los testamentos dejados por los encomenderos manifiesta en qué medida estaba viva en ellos la conciencia de sus responsabilidades cristianas hacia los indios. «Esta documentación -dice María Lourdes Díaz-Trechuelo- es de gran riqueza e interés para conocer la mentalidad religiosa de los españoles asentados en América, o nacidos en ella, en los siglos XVI y XVII» (AV, Evangelización 654).
Francisco de Chaves, por ejemplo, español de Trujillo, que fue regidor de Arequipa, donde murió en 1568, funda una misa en su testamento «por los indios cristianos naturales de los reinos del Perú a los que yo soy en cargo, vivos y difuntos; quiero el Señor sea servido de los perdonar, a los vivos alumbre el entendimiento y los atraiga al verdadero conocimiento de la santa fe católica». Hernán Rodríguez, cordobés de Belalcázar, que tuvo una encomienda en Popayán, reconociendo que estaba obligado a instruir a los indios «en las cosas de nuestra santa fe católica y no lo hizo», encarga en el testamento al obispo que restituya tomando de sus bienes, «para que mi ánima no pene por ello». Otro cordobés, Juan de Baena, en su testamento de 1570 manda celebrar diez misas del Espíritu Santo para que «se infunda y arraigue su santísima fe en los naturales de esta gobernación [de Venezuela] convertidos».
La frecuencia de estas mandas en los testamentos permite deducir que había en los encomenderos una conciencia generalizada, mejor o peor cumplida, del deber de procurar la formación cristiana de los indios. Uno de los Trece de la fama, Nicolás de Ribera el Viejo, en 1556 funda un hospital para indios en Ica, Perú, pues aunque ha obrado de buena fe haciendo guerra justa a los indios y teniéndolos en encomienda, quiere reparar lo que pesa en su conciencia por haberlos maltratado alguna vez, o por haberles exigido más tributos de los que «sin mucho trabajo ni fatiga de sus personas me podían y debían tributar… o por no les haber dado tan bastante y cumplida doctrina como debía» (ib. 654-655).
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.