Las crónicas que los autores literatos, como López de Gómara, escribían sobre las Indias, muy al gusto del renacimiento, daban culto al héroe, y en un lenguaje muy florido, engrandecían sus actos hasta lo milagroso, ignorando en las hazañas relatadas las grandes gestas cumplidas por el pueblo sencillo.
Frente a esta clase de historias se alza Bernal Díaz del Castillo, nacido en Medina del Campo, soldado en Cuba con Diego Velázquez, compañero de Cortés desde 1519, veterano luchador de ciento diecinueve combates. Siendo ya anciano de setenta y dos años, vecino y regidor de Santiago, en Guatemala, con un lenguaje de prodigiosa vivacidad, no exento a veces de humor, reivindica con pasión la parte que al pueblo sencillo, a los soldados, cupo tanto en la conquista como en la primera evangelización de las Indias. Como dice Carmen Bravo-Villasante, «en la literatura española su Historia verdadera de la Nueva España [1568] es uno de los libros más fascinantes que existen» (64).
En primer lugar, la importancia de los soldados en la conquista. Ciertamente fue Cortés un formidable capitán, pero, dice Bernal,
«he mirado que nunca quieren escribir de nuestros heroicos hechos los dos cronistas Gómara y el doctor Illescas, sino que de toda nuestra prez y honra nos dejaron en blanco, si ahora yo no hiciera esta verdadera relación; porque toda la honra dan a Cortés» (cp.212). ¿Dónde quedan los hechos heróicos y las fatigas de los soldados de tropa?… Yo mismo, «dos veces estuve asido y engarrofado de muchos indios mexicanos, con quien en aquella sazón estaba peleando, para me llevar a sacrificar, y Dios me dió esfuerzo y escapé, como en aquel instante llevaron a otros muchos mis compañeros». Y con esto, todos los soldados pasaron «otros grandes peligros y trabajos, así de hambre y sed, e infinitas fatigas» (cp.207). «Muy pocos quedamos vivos, y los que murieron fueron sacrificados, y con sus corazones y sangre ofrecidos a los ídolos mexicanos, que se decían Tezcatepuca y Huichilobos» (cp.208). Sí, es cierto que no es de hombres dignos alabarse a sí mismos y contar sus propias hazañas. Pero el que «no se halló en la guerra, ni lo vio ni lo entendió ¿cómo lo puede decir? ¿Habíanlo de parlar los pájaros en el tiempo que estábamos en las batallas, que iban volando, o las nubes que pasaban por alto, sino sólamente los capitanes y soldados que en ello nos hallamos?» (cp.212).
Tiene toda la razón. La conquista en modo alguno hubiera podido hacerse sin la abnegación heroica de aquellos hombres a los que después muchas veces se ignoraba, no sólo en la fama, sino también en el premio.
Por eso Bernal insiste: «y digo otra vez que yo, yo, yo lo digo tantas veces, que yo soy el más antiguo y he servido como muy buen soldado a su Majestad, y dígolo con tristeza de mi corazón, porque me veo pobre y muy viejo, una hija por casar, y los hijos varones ya grandes y con barbas, y otros por criar, y no puedo ir a Castilla ante su Majestad para representarle cosas cumplideras a su real servicio, y también para que me haga mercedes, pues se me deben bien debidas» (cp.210).
En segundo lugar, Bernal, con objetividad popular sanchopancesca, purifica las crónicas de Indias de prodigios falsos, como «el salto de Alvarado» (cp. 128), o de victorias fáciles debidas a maravillas sobrenaturales, como aquel triunfo que López de Gómara atribuía a una visible intervención apostólica:
«Pudiera ser, escribe Bernal con una cierta sorna, que los que dice el Gómara fueran los gloriosos apóstoles señor Santiago o señor san Pedro, y yo, como pecador, no fuese digno de verles; lo que yo entonces vi y conocí fue a Francisco de Morla en un caballo castaño, que venía juntamente con Cortés, que me parece que ahora que lo estoy escribiendo, se me representa por estos ojos pecadores toda la guerra… Y ya que yo, como indigno pecador, no fuera merecedor de ver a cualquiera de aquellos gloriosos apóstoles, allí había sobre cuatrocientos soldados, y Cortés y otros muchos caballeros…, y si fuera así como lo dice el Gómara, harto malos cristianos fuéramos, enviándonos nuestro señor Dios sus santos apóstoles, no reconocer la gran merced que nos hacía» (cp.34).
En tercer lugar, y este punto tiene especial importancia para nuestro estudio, Bernal afirma con energía la importancia de los soldados en la evangelización de las Indias. En un plural que expresa bien el democratismo castellano de las empresas españolas en América, escribe: hace años «suplicamos a Su Majestad que nos enviase obispos y religiosos de todas órdenes, que fuesen de buena vida y doctrina, para que nos ayudasen a plantar más por entero en estas partes nuestra santa fe católica». Vinieron franciscanos, y en seguida dominicos, que ambos hicieron muy buen fruto, cuenta, y en seguida añade:
«Mas si bien se quiere notar, después de Dios, a nosotros, los verdaderos conquistadores que los descubrimos y conquistamos, y desde el principio les quitamos sus ídolos y les dimos a entender la santa doctrina, se nos debe el premio y galardón de todo ello, primero que a otras personas, aunque sean religiosos» (cp. 208). En efecto, entonces como ahora, al hablar de la evangelización de las Indias sólo se habla de los grandes misioneros, y ni se menciona la tarea decisiva de estos soldados y cronistas que, de hecho, fueron los primeros evangelizadores de América, y precisamente en unos días decisivos, en los que todavía un paso en falso podía llevar a quedarse con el corazón arrancado, palpitando ante el altar de Huitzilopochtli.
Por lo demás, es Bernal Díaz del Castillo un cristiano viejo de profundo espíritu religioso, y cuando escribe lo hace muy consciente de haber participado en una gesta providencial de extraordinaria grandeza: «Muchas veces, ahora que soy viejo, me paro a considerar las cosas heroicas que en aquel tiempo pasamos, que me parece que las veo presentes. Y digo que nuestros hechos no los hacíamos nosotros, sino que venían todos encaminados por Dios; porque ¿qué hombres ha habido en el mundo que osasen entrar cuatrocientos y cincuenta soldados, y aun no llegábamos a ellos, en una tan fuerte ciudad como México?»… y sigue evocando aquellos «hechos hazañosos» (cp. 95).
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse