La semana pasada tuve ocasión de compartir algunos días con los grupos apostólicos de la Parroquia de Santo Domingo, en Mompox, departamento de Bolívar, al norte de Colombia. Acogido con afecto y contagioso espíritu fraterno, pude ofrecer algunas enseñanzas básicas de espiritualidad mariana. Como suele suceder en estos casos, fue mucho más lo que recibí que lo que pude dar, y sencillamente el corazón se siente agradecido por la gracia de ver cómo el Señor hace maravillas en su pueblo santo.
Quiero destacar la generosidad de los misioneros, empezando por mis hermanos de comunidad. Tras las huellas de anteriores líderes y predicadores, el actual párroco, fr. Jaime Julio Cantillo, O.P., me compartía con sencillez los diferentes escenarios del ministerio sacerdotal en un ambiente rural marcado por graves carencias, sobre todo en vías de comunicación. El recorrido de varias horas hasta veredas “acuáticas” como La Lobata o “Las Boquillas” implica horas de desplazamiento por agua y tierra, con la flexibilidad mental necesaria para los diversos cambios que se suceden según el nivel de los canales y las condiciones del clima en general.
Alabo al Señor por la constancia alegre de tantos misioneros. Sus vidas entregadas en el anonimato, lejos de los grandes medios de comunicación, rara vez ocupan la atención del gran público, que en cmabio se muestra ávido de masticar hasta la saciedad cualquier escándalo de sacerdote. ¡Qué poco saben de la Iglesia, los que no conocen estas obras, los que no han visto las sonrisas y recibido los abrazos agradecidos de tantos que reciben esperanza del sacerdote y de su vida entregada día a día!