El extremeño Valdivia fue desde 1539 conquistador y poblador de Chile, la tierra de los araucanos. De ellos dijo Alonso de Ovalle: «Los indios de Chile, a boca de todos los que los conocen y han escrito de ellos, [son] de los más valerosos y más esforzados guerreros de aquel tan dilatado mundo» (Histórica relación 56). En situación militar tan hostil, era necesario unir a las armas el valor de la fe. Y así lo hacía Valdivia:
Habiendo «llegado el ejército de los cristianos al valle de Mapocho», cuenta Mariño de Lobera, supieron que se les venía encima la indiada, cantando victoria anticipadamente. Los españoles, sin atemorizarse, se pertrecharon «de las cosas necesarias para tal conflicto, y ante todas cosas la oración, la cual siempre tiene el primer lugar entre todas las municiones y estratagemas militares. Y muy en particular invocando todos el auxilio del glorioso Apóstol Santiago, protector de las Españas y españoles en cualquier lugar donde se ofrece lance de pelea.
Tras esto se siguió un breve razonamiento del general [Valdivia] a sus soldados, en que sólamente les daba un recuerdo de que eran españoles y mucho más de que eran cristianos, gente que tiene de su parte el favor y socorro del Señor universal» (Crónica 26). En otra ocasión, «estando los dos ejércitos frente a frente, se apeó [del caballo] el gobernador [Valdivia], postrándose en tierra en voz alta con hartas lágrimas, profesando y haciendo protestación de nuestra santa fe católica, y suplicando a Nuestro Señor le perdonase sus pecados y favoreciese en aquel encuentro, interponiendo a su gloriosa Madre, y diciendo otras palabras con mucha devoción y ternura» (71). Pláticas igualmente devotas pone el cronista en labios del teniente Alonso de Monroy (40).
Por otra parte, la religiosidad de Valdivia no se despertaba sólo en la guerra, sino que se mantenía igualmente en la paz. Según escribe el historiador chileno Gabriel Guarda, citando crónicas antiguas (197-202), Valdivia, «conociendo que Dios le quería para que fuese instrumento de que estos gentiles viniesen al conocimiento de su santísima fe, muy contento y muy animado comenzó a publicar su jornada [a alistar personas] y buscó lo primero dos sacerdotes que le acompañasen y fuesen capellanes de su ejército y ministros del evangelio entre los infieles».
Su buen intento se fue realizando, y en 1550 el Cabildo de Concepción podía escribirle al príncipe Felipe que Valdivia, al fundar esa ciudad, comenzó por reunir a los indios para «darles a entender y mostrarles quién fue su Creador y que así les daría maestro a sus hijos para que lo deprendiesen y a ellos lo declarasen y fuesen cristianos y viviesen el verdadero conocimiento del Creador de todas las cosas criadas».
De él testificaba también Diego García de Cáceres en 1548: «los indios le tienen afición porque aún cuando se venía entraban caciques llorando, pensando que no había de volver más allá; porque este deponente no ha visto tratar hombre tan bien a los indios como él trata, y esto hace tanto que a muchos, que no son tan buenos cristianos, les pesa que tenga tanto cuidado de que no se les haga mal». Y añade el mismo testigo que, al fundar Valdivia la ciudad de su nombre, no quiso hacer repartimiento de los indios, sino que «en lugar de encomenderos señaló personas que atendiesen al bien de los indios, los cuales les doctrinasen y sosegasen en la paz y quietud», y también tuvo cuidado de que en su encomienda de Quillota los indios fueran adoctrinados por un maestro de escuela. En fin, otro testigo ocular, Góngora Marmolejo, pudo asegurar: «Yo me hallé presente con Valdivia al descubrimiento y conquista, en la cual hacía todo lo que era en sí como cristiano». Por lo demás, tanto Valdivia como Martín García Oñez de Loyola, ambos gobernadores, murieron despedazados por los naturales.
Entre los primeros conquistadores y gobernadores de Chile no fue Valdivia el único buen cristiano. Escribe Guarda: «De don García Hurtado de Mendoza y de Francisco de Villagra, sucesores de Valdivia en el gobierno de Chile, hay varios testimonios acerca de su cristiandad. Más relevantes, sin embargo, son los relativos a sus otros sucesores, Pedro de Villagra y Rodrigo de Quiroga, ambos veteranos de la conquista» (201).
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.