¡Si conocieras el don de Dios!… Hubo una criatura que conoció ese don de Dios; una criatura que no desperdició nada de él; una criatura tan pura, tan luminosa que parecía ser la Luz misma. Una criatura cuya vida fue tan sencilla, que apenas puede decirse algo de ella. Es la Virgen fiel, la que guardaba todas aquellas cosas en su corazón.
Ella se consideraba un ser tan insignificante y permanecía tan recogida delante de Dios en el santuario de su alma que atrajo las complacencias de la Santísima Trinidad.
El Padre, al contemplar esta criatura tan bella, tan ignorante de su hermosura, determinó que fuera en el tiempo la Madre de Aquel de quien El es el Padre en la eternidad. Vino entonces sobre Ella el Espíritu de amor que preside todas las operaciones divinas. La Virgen pronunció su Fiat: Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra, y se realizó el mayor de los misterios.
Por la encarnación del Verbo, María fue para siempre posesión de Dios. La actitud observada por la Virgen durante los meses que transcurrieron entre la Anunciación y la Navidad debe ser el ideal de las almas interiores, de esos seres que Dios ha elegido para vivir dentro de sí, en el fondo del abismo sin fondo.
¡Con qué paz, con qué recogimiento se sometía y se entregaba María a todas las cosas! Hasta las más vulgares quedaban divinizadas en Ella pues la Virgen permanecía siendo la adoradora del don de Dios en todos sus actos.
Y la visión inefable que Ella contemplaba dentro de sí, nunca disminuyó su caridad externa.