El Papa, como vimos, concedió la soberanía del Nuevo Mundo a los Reyes hispanos con la condición de que éstos promovieran allí la evangelización misionera. Pues bien, como dice Pedro Borges, «desde el momento en que los monarcas españoles» asumieron esa responsabilidad, enviaron continuamente misioneros al Novus Orbis: «he aquí por qué, desde el siglo XV al XIX, e independientemente de cualquier interpretación que se le pudiera dar a la bula Inter cætera, e independientemente también de la mayor o menor religiosidad personal de cada monarca, la Corona española consideró siempre suya, y de hecho le incumbía, la responsabilidad espiritual de América y, por lo mismo, la del envío a ella de los misioneros necesarios como único medio para responder de dicha responsabilidad» (AV, Evangelización 577).
Hay que tener en cuenta además que hasta comienzos del siglo pasado, durante tres siglos, un peruano o mexicano era tan español como un andaluz o un aragonés, y que la solicitud religiosa de los Reyes hispanos llegaba con igualdad a todos sus reinos. En este aspecto, como bien observa Salvador de Madariaga, «la idea de colonia en su sentido moderno no existía en la España del siglo XVI. Méjico una vez conquistado vino a ser otro de tantos Reinos como los que constituían la múltiple Corona del Rey de España, en lista con Castilla, León, Galicia, Granada y otros de la Península, con Nápoles y Sicilia y otros de Ultramar -reinos de todos los que el Rey de España respondía ante Dios-» (Cortés 543-544). Es decir, «la colonización en el sentido moderno de la palabra, el desarrollo económico de un pueblo atrasado a beneficio de la metrópoli, no existía todavía» (47), aunque, añadiremos nosotros, este planteamiento se hizo predominante ya en el siglo XVIII, con el espíritu de la Ilustración, y del liberalismo después.
Pues bien, los Reyes Católicos, fieles a los compromisos espirituales de su Patronato regio, ya para el segundo viaje de Colón, enviaron una pequeña expedición de misioneros, presidida por fray Bernardo Boil, benedictino de Montserrat, para quien habían conseguido del Papa en la Bula Piis fidelium, de junio de 1493, altos poderes apostólicos. Esta primera misión, en buena parte por la ignorancia de la lengua indígena, fue un fracaso. Pero en las Capitulaciones del tercer viaje los Reyes insisten:
«Item, se ha de proveer que vayan a dichas Indias algunos religiosos clérigos y buenas personas para que allí administren los sacramentos a los que allí están y procurarán de convertir a nuestra santa fe católica a los dichos indios» (AV, Evangelización 583). Lo mismo reiteran las instrucciones dadas a Ovando en 1501; igual voluntad se expresa, con intensidad patética, en el Testamento de la Reina Católica; análogas instrucciones son dadas por Fernando el Católico en 1509 a Diego Colón, y son establecidas en las Leyes de Burgos de 1512.
Carlos I (1516-1556) dió un fuerte impulso al paso de misioneros a las Indias, y para ellos consiguió del papa Adriano VI el Breve Omnimoda (1522), en el que se organizaba mejor el esfuerzo misionero y se daba a los evangelizadores omnímodas facultades canónicas. Y parecido celo misional mostró Felipe II (1556-1598). En fin, para no alargar nuestro memorial, puede decirse que en los tres siglos que duró la presencia hispana en América, el apoyo de los Reyes a la evangelización fue continuo, aunque ya en el siglo XVIII, hasta la Independencia, como veremos, este apoyo fue decreciendo claramente.
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.