Las enormidades de Fr. Bartolomé las Casas son tan grandes que también quienes le admiran reconocen sus exageraciones, aunque las consideran con benevolencia (+V. Carro; M. Mª Martínez 114s). Sin embargo, éstas llegan a tales extremos que a veces son simples difamaciones. Las Casas se muestra lúcido y persuasivo en sus argumentaciones doctrinales -esto es lo que hay en él de más valioso, y en ocasiones genial-, pero pierde con frecuencia esa veracidad al referirse a las situaciones reales de las Indias, cayendo en esa enormización de la que habla Menéndez Pidal (321), uno de sus más severos críticos.
Si tomamos, por ejemplo, La destrucción de las Indias (1542) -que es la obra de Las Casas más leída en Europa y la que ha tenido más ediciones, también hoy-, vamos encontrando falsedades tan grandes que causan perplejidad. Así, al referirse a la trágica despoblación de las Antillas, de la que antes hemos hablado, asegura que «habiendo en la isla Española sobre tres cuentos [millones] de almas que vimos, no hay hoy de los naturales de ella doscientas personas». Más aún, «daremos por cuenta muy cierta y verdadera que son muertas en los dichos cuarenta años por las dichas tiranías e infernales obras de los cristianos, injusta y tiránicamente, más de doce cuentos de ánimas, hombres y mujeres y niños; y en verdad que creo, sin pensar engañarme, que son más de quince cuentos» (15).
En la Española, asegura Las Casas, los cristianos quemaban vivos a los naturales «de trece en trece», y precisa delicadamente «a honor y reverencia de Nuestro Redentor y de los doce apóstoles» (18). En Venezuela han matado y echado al infierno «de infinitas e inmensas injusticias, insultos y estragos tres o cuatro» millones de indios (88). Y en la región de Santa Marta los españoles «tienen carnicería pública de carne humana, y dícense unos a otros: “Préstame un cuarto de un bellaco de ésos para dar de comer a mis perros hasta que yo mate otro”» (112)…
Y todavía Las Casas no queda conforme con lo que ha dicho, pues añade que «en todas cuantas cosas he dicho y cuanto lo he encarecido, no he dicho ni encarecido, en calidad ni en cantidad, de diez mil partes (de lo que se ha hecho y se hace hoy) una» (113).
Cuando, por ejemplo, dice Las Casas que en la Española hay «treinta mil ríos y arroyos», de los cuales «veinte y veinte y cinco mil son riquísimos de oro» (21), podemos aceptar -con reservas, tratándose de un informe serio- tan enorme hipérbole. También nosotros empleamos expresiones semejantes: «Te he dicho mil veces»… Pero en otros lugares, como los citados, nos vemos obligados a estimar que se trata de afirmaciones falsas. Concretamente, las cifras para el historiador Las Casas nunca constituyeron un problema especial. En denigración de los españoles puede decir, por ejemplo, que Pedrarias, en los pocos años que estuvo de gobernador en el Darién, mató y echó al infierno «sobre más de 500.000 almas» (Hª Indias III,141); en tanto que, en defensa de los indios no trepida en asegurar que en Nueva España los aztecas no mataban al año «ni ciento ni cincuenta»…
Tampoco la fama de las personas requiere de Las Casas un tratamiento cuidadoso. Hablando, por ejemplo, del capitán Hernando de Soto, de cuya muerte cristianísima sabemos por el relato de un portugués, dice en la Destrucción que «el tirano mayor», después de cometer toda clase de maldades, «murió como malaventurado, sin confesión, y no dudamos sino que fue sepultado en los infiernos, si quizá Dios ocultamente no le proveyó, según su divina misericordia y no según los deméritos de él» (95). Al disponerse a referir la muerte de Núñez de Balboa, que fue degollado por sus rivales políticos, escribe con manifiesto regodeo: «Comencemos a referir el principio y discurso de cómo se le aparejaba su San Martín» -día acostumbrado en España para degollar los cerdos- (Hª Indias III,53). Y del ya muerto, añade: «Y será bien que se coloque a Vasco Núñez en el catálogo de los perdidos, con Nicuesa y Hojeda» (III,76).
Es un grave error pensar que no puede haber exceso ni falsedad en la defensa de los inocentes. Los inocentes deben ser defendidos honradamente con el arma de la verdad exacta, que es la más fuerte. Nunca la falsedad es buen fundamento para una causa justa, sino que más bien la debilita. Cuando se leen algunos de estos relatos de Las Casas es como para dudar de si estaba en sus cabales. Todo hace pensar que Las Casas no mentía conscientemente, sino que se obnubilaba defendiendo su amor y justificando su odio.
Ya algunos contemporáneos, como Motolinía, fueron conscientes de la condición anómala de la personalidad de Las Casas. El mismo padre Las Casas cuenta que, después que tuvo una violenta discusión con el obispo Fonseca, los del Consejo de Indias pensaron que no se podía hacer demasiado caso del Clérigo, «como hombre defectuoso y que excedía, en lo que de los males y daños que padecían estas gentes y destruición de estas tierras afirmaba, los términos de la verdad» (Hª Indias III,140). Por eso tiene razón Ramón Menéndez Pidal cuando afirma que Las Casas «no tiene intención de falsear los hechos, sino que los ve falsamente» (108).
Por lo demás, todas las enormidades de Las Casas sirvieron para estimular la defensa de los indios, para alimentar la leyenda negra -que en sus escritos, especialmente en la Destruición, encontró su base fundamental-, y para restar credibilidad a las importantes verdades que, con otros teólogos más exactos, estuvo llamado a transmitir.
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.