Bartolomé de Las Casas nació en Sevilla hacia 1484, y ha tenido múltiples biógrafos, el más reciente y uno de los mejores, Pedro Borges. Tuvo Las Casas una instrucción elemental, y después de ser en 1500 auxiliar de las milicias que sofocaron la insurrección morisca en Granada, pasó a las Indias, a La Española, en 1502, en la escuadra de Ovando. Fracasó buscando oro en el Haina, y tampoco le fue bien luego en las minas de Cibao, al frente de una cuadrilla de indios que le dieron. Participó en campañas contra los indios en 1503 y 1505, y con los esclavos que recibió en premio explotó una estancia junto al río Janique de Cibao, extrayendo también oro.
Se ordenó sacerdote en Roma en 1506, siguió sin demasiado éxito su explotación de Cibao, y en 1510 celebró su primera misa, aunque todavía no se ocupaba de ministerios espirituales. En 151l -el año del sermón de Montesinos- se alistó para la conquista de Cuba, y participó como capellán en la dura campaña de Pánfilo de Narváez contra los indios. Con los muchos indios que le tocaron en repartimiento, fue encomendero en Canarreo, hasta 1514, en que se produce su primera conversión, y renuncia a la encomienda.
En 1515 gestiona la causa de los indios ante el rey Fernando y ante los cardenales Cisneros y Adriano de Utrecht. Cisneros le encarga que, con el padre Montesinos y el doctor Palacios Rubios, prepare un memorial sobre los problemas de las Antillas, y le nombra protector de los indios. En 1516 volvió a La Española con un equipo de jerónimos. Autorizados éstos como virtuales gobernadores, pronto dieron de lado al control de Las Casas, ya que ellos, lo mismo que los franciscanos, aceptaron las encomiendas como un sistema entonces necesario, tratando de humanizarlas.
En 1517 inicia Las Casas un período de planes utópicos de población pacífica -la Utopía de Moro es de 1516-. Colonos honestos y piadosos formarían una «hermandad religiosa», vestirían hábito blanco con cruz dorada al pecho, provista de unos ramillos que la harían «muy graciosa y adornada» –el detallismo es frecuente en el pensamiento utópico-, serían armados por el Rey «caballeros de espuela dorada», y esclavos negros colaborarían a sus labores. Estos planes no llegaron a realizarse, y el que se puso en práctica en Tierra Firme, en Cumaná, Venezuela, fracasó por distintas causas.
Por esos años, inspirándose quizá Las Casas en la práctica portuguesa del Brasil, y para evitar los sufrimientos de los indios en un trabajo organizado y duro, que no podían soportar, sugirió la importación de esclavos negros a las Indias. El mismo dice que «este aviso de que se diese licencia para traer esclavos negros a estas tierras dio primero el clérigo Casas» (Historia de las Indias III,102). Al dar este consejo, con un curioso sentido selectivo de los derechos humanos, cometió un grave error, del que sólo muy tarde se hizo consciente, hacia 1559, cuando revisaba la edición de la Historia de las Indias (III,129).
López de Gómara resume la acción de Las Casas en Cumaná diciendo: «No incrementó las rentas del rey, no ennobleció a los campesinos, no envió perlas a los flamencos y se hizo hermano dominico» (Historia 203b). Efectivamente, gracias al fracaso de sus intenciones concretas, tuvo una segunda conversión y llegó a descubrir su vocación más genuina. En 1522, después de todos estos trajines, ingresó dominico en Santo Domingo, y vivió siempre en la Orden como buen religioso. Allí inició sus obras De unico vocationis modo (1522) e Historia de las Indias (1527), y se mantuvo «enterrado», según su expresión, hasta 1531.
Tuvo éxito, en 1533, al conseguir la rendición del cacique Enriquillo, sublevado desde años antes. Un viaje al Perú, que el mar torció a Nicaragua, le llevó a México en 1536. También tuvo éxito cuando, contando con el apoyo de los obispos de México, Tlaxcala y Guatemala, realizó con sus hermanos dominicos una penetración pacífica en Tezulutlán o Tierra de Guerra, región guatemalteca, de la que surgieron varias poblaciones nuevas.
No estuvo allí muchos meses, y en 1540 partió para España, intervino en la elaboración de las Leyes Nuevas (1542), así como en su corrección al año siguiente, y reclutó misioneros para las Indias. Su obra Brevísima relación de la destruición de las Indias es de 1542. En ese mismo año, rechazó de Carlos I el nombramiento de obispo de la importante sede del Cuzco, aceptando en cambio al año siguiente la sede episcopal de Chiapas, en Guatemala. Con 37 dominicos llegó en 1545 a su sede, en Ciudad Real, donde su ministerio duró un año y medio. La población española estaba predispuesta contra él porque conocía su influjo en la elaboración de las Leyes Nuevas.
Y tampoco el obispo Las Casas se dio mucha maña en su nuevo ministerio. Comenzó pidiendo a los fieles que denunciaran a sus sacerdotes si su conducta era mala, a todos éstos les quitó las licencias de confesar, menos a uno, encarceló al deán de la catedral, y excomulgó al presidente de la Audiencia, Maldonado… Poco después, el alzamiento contra él de los vecinos de su sede le hizo partir a la ciudad de México, donde había una junta de obispos que le dio de lado. De entonces son sus Avisos y reglas para los confesores, en donde escribe cosas como ésta: «Todo lo hecho hasta ahora en las Indias ha sido moralmente injusto y jurídicamente nulo».
Se comprende, pues, bien que todos cuantos en mayor o menor grado aborrecen la obra de España en las Indias hayan considerado en el pasado y estimen hoy a Las Casas como una figura gigantesca. Nadie, desde luego, ha dicho sobre las Indias enormidades del tamaño de las suyas.
Sin licencia previa para ello, abandonó Las Casas su diócesis y regresó en 1547 a la Corte, en donde siempre se movió con mucha más soltura que en las Indias. Polemizó entonces duramente en Alcalá con el sacerdote humanista Juan Ginés de Sepúlveda, y logró que Alcalá y Salamanca vetaran su libro Democrates alter, que no fue impreso hasta 1892. Sepúlveda, devolviéndole el golpe, consiguió que el Consejo Real reprendiera duramente a Las Casas por sus Avisos a confesores, cuyas copias manuscritas fueron requisadas. De la gran polémica oficial entre Sepúlveda y Las Casas, celebrada en Valladolid en 1550-1551, y que terminó en tablas, hablaremos en seguida. En 1550, a los 63 años, renunció al obispado de Chiapas.
Ya no regresó a las Indias, en las que su labor misionera fue realmente muy escasa. Como señala el franciscano Motolinía en su carta de 1555 al Emperador sobre Las Casas, acá «todos sus negocios han sido con algunos desasosegados para que le digan cosas que escriba conformes con su apasionado espíritu contra los españoles… No tuvo sosiego en esta Nueva España [ni en La Española, ni en Nicaragua, ni en Guatemala], ni aprendió lengua de indios ni se humilló ni aplicó a les enseñar» (Xirau, Idea 72, 7475).
Retirado en el convento de Sevilla, su ciudad natal, tuvo entonces años de más quietud, en los que pudo escribir la Apologética historia sumaria, sobre las virtudes de los indios (1559); Historia de las Indias, iniciada en 1527 y en 1559 terminada, si así puede decirse, pues quedó como obra inacabada; De thesauris indorum, en la que condena la búsqueda indiana de tesoros sepulcrales (1561); De imperatoria seu regia potestate, sobre el derecho de autodeterminación de los pueblos (1563); y el Tratado de las doce dudas, contestando ciertas cuestiones morales sobre las Indias. Aparte de componer estas obras, consiguió también en esos años que el Consejo de Indias negara permiso a su adversario el dominico fray Vicente Palatino de Curzola para imprimir su obra De iure belli adversus infideles Occidentalis Indiæ.
En sus últimos años, aunque no llegó a negar «el imperio soberano y principado universal de los reyes de Castilla y León en Indias», sus tesis fueron cobrando renovada dureza e intransigencia. Le atormentó mucho en esta época, en que estaba completamente sordo, comprobar que en asuntos tan graves como el de la encomienda, hombres de la categoría de Vasco de Quiroga, obispo de Michoacán, o sus mismos compañeros dominicos de Chiapas y Guatemala, se habían pasado al bando de la transigencia. Murió en 1566 en el convento dominico de Atocha, en Madrid, a los 82 años, después de haber escrito y actuado más que nadie -unas veces bien y otras mal- en favor de los indios.
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.