Lo primero, hacer cristianos
El 12 de noviembre, estando quizá en Borinque, Puerto Rico, «dijo que
le había parecido que fuera bien tomar algunas personas para llevar a los reyes porque
aprendieran nuestra lengua, para saber lo que hay en la tierra y porque volviendo sean
lenguas [intérpretes] de los cristianos y tomen nuestras costumbres y las cosas de la Fe,
“porque yo vi e conozco que esta gente no tiene secta ninguna ni son idólatras,
salvo muy mansos… y crédulos y conocedores que hay Dios en el cielo, y firmes que
nosotros hemos venido del cielo, y muy prestos a cualquiera oración que nos les digamos
que digan y hacen señal de la cruz. Así que deben Vuestras Altezas determinarse a los
hacer cristianos, que creo que si comienzan, en poco tiempo acabarán de los haber
convertido a nuestra Santa Fe multidumbre de pueblos, y cobrando grandes señoríos y
riquezas, y todos sus pueblos de la España, porque sin duda es en estas tierras
grandísima suma de oro, que no sin causa dicen estos indios que yo traigo, que hay en
estas islas lugares adonde cavan el oro y lo traen al pescuezo, a las orejas y a los
brazos”».
Lo segundo, hallar oro
Evangelio y oro no son en el XVI cosas contrapuestas, o al menos pueden
no serlo. Cuando en 1511 el milanés Pedro Mártir de Anglería describe cómo Colón
persuadió a los Reyes Católicos para que apoyaran su empresa, dice que les convenció de
que gracias a ésta «podría con facilidad acrecentarse la religión cristiana y
conseguirse una cantidad inaudita de perlas, especias y oro» (Décadas I,1,2).
Evangelio y oro. Las dos cosas juntas.
Esto nosotros no acabamos de entenderlo. Pero es que los hombres del
XVI hispano eran tan distintos de nosotros que fácilmente interpretamos mal sus acciones
e intenciones. Así por ejemplo, les asignamos una avidez por las riquezas del mismo
género que la avidez actual. Y es un error. Sin duda el amor al dinero tenía en el
XVI aspectos tan sórdidos y crueles como los tiene hoy entre nosotros, pero un
conocimiento suficiente de los documentos de aquella época nos permite captar diferencias
muy considerables en la modalidad de esta pasión humana permanente.
El caso personal de Colón puede darnos luz en este punto. Difundir
la fe cristiana y encontrar oro son en el Almirante dos apasionadas obsesiones,
igualmente sinceras una y otra, y falsearíamos su figura personal si no afirmáramos en
él las dos al mismo tiempo. El confiesa de todo corazón: «El oro es excelentísimo; del
oro se hace tesoro, y con él, quien lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo, y llega a
que echa las ánimas al Paraíso» (IV Vj.). En esa declaración, muy enraizada en
el siglo XVI hispano, la pasión por el oro no se orienta ante todo, como hoy suele ser
más frecuente, a la vanidad y la seguridad, o al placer y la buena vida, sino que
pretende, más que todo eso, la acción fuerte en el mundo y la finalidad
religiosa. Como dice el profesor Elliot, en el XVI español «el oro significaba
poder. Esta había sido siempre la actitud de los castellanos con respecto a la riqueza»
(El viejo mundo 78). El oro significaba poder, y el poder era para la acción.
Descubridores y conquistadores, según se ve en las crónicas, son ante
todo hombres de acción y de aventura, en busca de honores propios y de gloria de
Dios, de manera que por conseguir éstos valores muchas veces arriesgan y también pierden
sus riquezas y aún sus vidas. Y si consiguen la riqueza, rara vez les vemos asentarse
para disfrutarla y acrecentarla tranquilamente. Ellos no fueron primariamente hombres de
negocios, y pocos de ellos lograron una prosperidad burguesa.
En Colón, concretamente, la fe y el oro no se contradicen demasiado,
si tenemos en cuenta que, como él dice, «así protesté a Vuestras Altezas que toda la
ganancia de esta mi empresa se gastase en la conquista de Jerusalén, y Vuestras Altezas
se rieron y dijeron que les placía, y que sin esto tenían aquella gana» (I Vj.
26 dic).
Plantar la Cruz
«En todas las partes, islas y tierras donde entraba dejaba siempre
puesta una cruz», y cuando era posible, «una muy grande y alta cruz» (I Vj. 16
nov). Procuraban ponerlas en lugares bien destacados, para que se vieran desde muy lejos.
De este modo, a medida que los españoles, conducidos por Colón, tocan las islas o la
tierra firme, van alzándose cruces por todas partes, cobrando así América una nueva
fisonomía decisiva. Las colocan con toda conciencia, «en señal que Vuestras Altezas
tienen la tierra por suya, y principalmente por señal de Jesucristo Nuestro Señor y
honra de la Cristiandad» (12 dic).
Y así «en todas las tierras adonde los navíos de Vuestras Altezas
van y en todo cabo, mando plantar una alta cruz, y a toda la gente que hallo notifico el
estado de Vuestras Altezas y cómo tenéis asiento en España, y les digo de nuestra
santa fe todo lo que yo puedo, y de la creencia de la santa madre Iglesia, la cual
tiene sus miembros en todo el mundo, y les digo la policía y nobleza de todos los
cristianos, y la fe que en la santa Trinidad tienen» (III Vj.).
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.