El Descubrimiento

Descubrimiento

La palabra descubrir, según el Diccionario, significa simplemente «hallar lo que estaba ignorado o escondido», sin ninguna acepción peyorativa. En referencia a América, desde hace cinco siglos, ya desde los primeros cronistas hispanos, venimos hablando de Descubrimiento, palabra en la que se expresa una triple verdad.

1. España, Europa, y pronto todo el mundo, descubre América, un continente del que no había noticia alguna. Este es el sentido primero y más obvio. El Descubrimiento de 1492 es como si del océano ignoto surgiera de pronto un Nuevo Mundo, inmenso, grandioso y variadísimo.

2. Los indígenas americanos descubren también América a partir de 1492, pues hasta entonces no la conocían. Cuando los exploradores hispanos, que solían andar medio perdidos, pedían orientación a los indios, comprobaban con frecuencia que éstos se hallaban casi tan perdidos como ellos, pues apenas sabían algo -como no fueran leyendas inseguras- acerca de lo que había al otro lado de la selva, de los montes o del gran río que les hacía de frontera. En este sentido es evidente que la Conquista llevó consigo un Descubrimiento de las Indias no sólo para los europeos, sino para los mismos indios. Los otomíes, por poner un ejemplo, eran tan ignorados para los guaraníes como para los andaluces. Entre imperios formidables, como el de los incas y el de los aztecas, había una abismo de mutua ignorancia. Es, pues, un grueso error decir que la palabra Descubrimiento sólo tiene sentido para los europeos, pero no para los indios, alegando que «ellos ya estaban allí». Los indios, es evidente, no tenían la menor idea de la geografía de «América», y conocían muy poco de las mismas naciones vecinas, casi siempre enemigas. Para un indio, un viaje largo a través de muchos pueblos de América, al estilo del que a fines del siglo XIII hizo Marco Polo por Asia, era del todo imposible.

En este sentido, la llegada de los europeos en 1492 hace que aquéllos que apenas conocían poco más que su región y cultura, en unos pocos decenios, queden deslumbrados ante el conocimiento nuevo de un continente fascinante, América. Y a medida que la cartografía y las escuelas se desarrollan, los indios americanos descubren la fisonomía completa del Nuevo Mundo, conocen la existencia de cordilleras, selvas y ríos formidables, amplios valles fértiles, y una variedad casi indecible de pueblos, lenguas y culturas…

Madariaga escribe: «Los naturales del Nuevo Mundo no habían pensado jamás unos en otros no ya como una unidad humana, sino ni siquiera como extraños. No se conocían mutuamente, no existían unos para otros antes de la conquista. A sus propios ojos, no fueron nunca un solo pueblo. «En cada provincia -escribe el oidor Zorita que tan bien conoció a las Indias- hay grande diferencia en todo, y aun muchos pueblos hay dos y tres lenguas diferentes, y casi no se tratan ni conocen, y esto es general en todas las Indias, según he oído» […] Los indios puros no tenían solidaridad, ni siquiera dentro de los límites de sus territorios, y, por lo tanto, menos todavía en lo vasto del continente de cuya misma existencia apenas si tenían noción. Lo que llamamos ahora Méjico, la Nueva España de entonces, era un núcleo de organización azteca, el Anahuac, rodeado de una nebulosa de tribus independientes o semiindependientes, de lenguajes distintos, dioses y costumbres de la mayor variedad. Los chibcha de la Nueva Granada eran grupos de tribus apenas organizadas, rodeados de hordas de salvajes, caníbales y sodomitas. Y en cuanto al Perú, sabemos que los incas lucharon siglos enteros por reducir a una obediencia de buen pasar a tribus de naturales de muy diferentes costumbres y grados de cultura, y que cuando llegaron los españoles, estaba este proceso a la vez en decadencia y por terminar. Ahora bien, éstos fueron los únicos tres centros de organización que los españoles encontraron. Allende aztecas, chibchas e incas, el continente era un mar de seres humanos en estado por demás primitivo para ni soñar con unidad de cualquier forma que fuese» (El auge 381-382).

3. Hay, por fin, en el término Descubrimiento un sentido más profundo y religioso, poco usual. En efecto, Cristo, por sus apóstoles, fue a América a descubrir con su gracia a los hombres que estaban ocultos en las tinieblas. Jesucristo, nuestro Señor, cumpliendo el anuncio profético, es el «Príncipe de la paz… que arrancará el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas las naciones» (Is 25,7). Fue Cristo el que, allí, por ejemplo, en Cuautitlán y Tulpetlac, descubrió toda la bondad que podía haber en el corazón del indio Cuauhtlatoatzin, si su gracia le sanaba y hacía de él un hombre nuevo: el beato Juan Diego.

Así pues, bien decimos con toda exactitud que en el año de gracia de 1492 se produjo el Descubrimiento de América.

El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.