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Octava Lección sobre el martirio
Lección Octava
Los suplicios de los mártires
Destierro, deportación, trabajos forzados
El Derecho romano desconocía la pena de cárcel. Por eso el mártir que recibía sentencia condenatoria podía ser destinado a destierro, deportación, trabajos forzados o pena de muerte.
El destierro era la pena más suave en que podía incurrir el cristiano. No se consideraba pena capital, porque, al menos en principio, no implicaba la pérdida de los derechos civiles ni, por tanto, la confiscación de bienes. Muchos cristianos sufrieron destierro entre los siglos I y IV.
El apóstol San Juan es desterrado a la isla de Patmos, las dos Flavias Domitilas son relegadas a las islas de Pandataria y de Pontia; el Papa San Cornelio muere desterrado en Civitá Vecchia. También son desterrados San Cipriano, San Dionisio de Alejandría y tantos otros mártires sufren la misma pena.
A veces los desterrados son tratados con relativa suavidad, como los dos últimos citados. Parece, sin embargo, que el destierro de los cristianos fue más duro que el de los paganos, pues, al menos en la persecución de Decio, contra el derecho común, sufrían confiscación de bienes.
La deportación era pena más grave que el destierro. Era pena capital, que implicaba una muerte civil. Los deportados eran tratados como forzados, y se les enviaba a los lugares más inhóspitos. Un jurista, Modestino, decía que «la vida del deportado debe ser tan penosa que casi equivalga al último suplicio» (Huschke, Jurispru. antejustin. 644; Tácito, Annales II,45). A veces el látigo y el palo de los guardianes apresuraban el fin del deportado. Así murió deportado en Cerdeña en el año 235 el Papa Ponciano.
La condenación a trabajos forzados era la segunda pena capital, que se cumplía en las canteras y en las minas que el Estado explotaba en diversos lugares del imperio. Muchos cristianos de los primeros siglos sufrieron esta terrible pena.
La matriculación de los condenados, al llegar a la cantera o la mina, comenzaba por los azotes (San Cipriano, Epist. 67), para dejar claro desde un principio que habían venido a ser «esclavos de la pena». En seguida eran marcados en la frente, pena infamante que duró hasta Constantino, emperador cristiano que la abolió «por respeto a la belleza de Dios, cuya imagen resplandece en el rostro del hombre» (Código Teodosiano IX, XL,2). Además de esa marca, se les rasuraba a los condenados la mitad de la cabeza, para ser reconocidos más fácilmente en caso de fuga. Alternativa ésta muy improbable, pues un herrero les remachaba a los tobillos dos argollas de hierro, unidas por una corta cadena, que les obligaba a caminar con pasos cortos y les impedía, por supuesto, correr.
Cristianos condenados a las minas los hubo en las diversas épocas que estudiamos. Y de mediados del siglo III tenemos un precioso documento que nos describe su situación, las cartas del obispo San Cipriano a los mártires condenados a las minas de Sigus, en Numidia.
Entre ellos había obispos, sacerdotes y diáconos, laicos varones y mujeres, y también niños y niñas. Estos últimos, no teniendo fuerza para excavar con las herramientas de los mineros, se encargaban de transportar en cestos el material; eran condenados in opus metallorum, única modalidad de esta condena posible para las mujeres (Ulpiano, Digesto XLVIII, XIX,8, párrf.8).
Estos forzados cristianos, según describe San Cipriano, vivían dentro de la mina, en las tinieblas que se veían acrecentadas por el humo pestilente de las antorchas. Mal alimentados y apenas vestidos, temblaban de frío en los subterráneos. Sin cama ni jergón alguno, dormían en el suelo. Se les prohibían los baños, y a los sacerdotes se les negaba permiso para celebrar el santo sacrificio. A estos confesores condenados por el odio de los paganos a la suciedad y las tinieblas, San Cipriano les exhorta a perseverar en la virtud, esperando los esplendores de la vida futura (Epist. 77).
Aún más terribles fueron los padecimientos de los cristianos condenados a las minas en el Oriente, al fin de la última persecución, bajo Maximino Daia. El gobernador de Palestina, en el 307, mandó que con hierro candente se quemasen los nervios de uno de los jarretes. Y se llegó a una mayor crueldad cuando en los años 308 y 309, a los cristianos, hombres, mujeres y niños, que de las minas de Egipto eran enviados a las de Palestina, no sólo se les dejó cojos al pasar por Cesarea, sino también tuertos: se les sacó el ojo derecho, cauterizando luego con hierro candente las órbitas ensangrentadas (Eusebio, De Martyr. Palest. 7,3,4; 8,1-3,13; 10,1).
Sufriendo tan terribles calamidades en las minas, todavía los cristianos en algunas de ellas construían iglesias, como en Phaenos, en el 309. Allí dispusieron oratorios improvisados junto a los pozos. Algunos obispos presos celebraban el santo sacrificio y distribuían la eucaristía. Un forzado, ciego de nacimiento, al que también se le había sacado un ojo, recitaba de memoria en estas celebraciones partes de la Sagrada Escritura.
No faltaron delatores de estos cultos. Los mártires de Phaenos fueron dispersados en Chipre y en el Líbano; los viejos, ya inútiles, fueron decapitados; dos obispos, un sacerdote y un laico, que se habían distinguido más en su fe, fueron arrojados al fuego. Así desapareció la diminuta iglesia de una mina (ib. 11,20-23; 13,1-3,4,9,10).