¿Cómo están tus prioridades?
La accion internacional para evitar la guerra
82. Bien claro queda, por tanto, que debemos procurar con todas nuestras fuerzas preparar un época en que, por acuerdo de las naciones, pueda ser absolutamente prohibida cualquier guerra. Esto requiere el establecimiento de una autoridad pública universal reconocida por todos, con poder eficaz para garantizar la seguridad, el cumplimiento de la justicia y el respeto de los derechos. Pero antes de que se pueda establecer tan deseada autoridad es necesario que las actuales asociaciones internacionales supremas se dediquen de lleno a estudiar los medios más aptos para la seguridad común. La paz ha de nacer de la mutua confianza de los pueblos y no debe ser impuesta a las naciones por el terror de las armas; por ello, todos han de trabajar para que la carrera de armamentos cese finalmente, para que comience ya en realidad la reducción de armamentos, no unilateral, sino simultánea, de mutuo acuerdo, con auténticas y eficaces garantías.
No hay que despreciar, entretanto, los intentos ya realizados y que aún se llevan a cabo para alejar el peligro de la guerra. Más bien hay que ayudar la buena voluntad de muchísimos que, aun agobiados por las enormes preocupaciones de sus altos cargos, movidos por el gravísimo deber que les acucia, se esfuerzan, por eliminar la guerra, que aborrecen, aunque no pueden prescindir de la complejidad inevitable de las cosas. Hay que pedir con insistencia a Dios que les dé fuerzas para perseverar en su intento y llevar a cabo con fortaleza esta tarea de sumo amor a los hombres, con la que se construye virilmente la paz. Lo cual hoy exige de ellos con toda certeza que amplíen su mente más allá de las fronteras de la propia nación, renuncien al egoísmo nacional ya a la ambición de dominar a otras naciones, alimenten un profundo respeto por toda la humanidad, que corre ya, aunque tan laboriosamente, hacia su mayor unidad.
Acerca de los problemas de la paz y del desarme, los sondeos y conversaciones diligente e ininterrumpidamente celebrados y los congresos internacionales que han tratado de este asunto deben ser considerados como los primeros pasos para solventar temas tan espinosos y serios, y hay que promoverlos con mayor urgencia en el futuro para obtener resultados prácticos. Sin embargo, hay que evitar el confiarse sólo en los conatos de unos pocos, sin preocuparse de la reforma en la propia mentalidad. Pues los que gobiernan a los pueblos, que son garantes del bien común de la propia nación y al mismo tiempo promotores del bien de todo el mundo, dependen enormemente de las opiniones y de los sentimientos de las multitudes. Nada les aprovecha trabajar en la construcción de la paz mientras los sentimientos de hostilidad, de menos precio y de desconfianza, los odios raciales y las ideologías obstinadas, dividen a los hombres y los enfrentan entre sí. Es de suma urgencia proceder a una renovación en la educación de la mentalidad y a una nueva orientación en la opinión pública. Los que se entregan a la tarea de la educación, principalmente de la juventud, o forman la opinión pública, tengan como gravísima obligación la preocupación de formar las mentes de todos en nuevos sentimientos pacíficos. Tenemos todos que cambiar nuestros corazones, con los ojos puestos en el orbe entero y en aquellos trabajos que toso juntos podemos llevar a cabo para que nuestra generación mejore.
Que no nos engañe una falsa esperanza. Pues, si no se establecen en el futuro tratados firmes y honestos sobre la paz universal una vez depuestos los odios y las enemistades, la humanidad, que ya está en grave peligro, aun a pesar de su ciencia admirable, quizá sea arrastrada funestamente a aquella hora en la que no habrá otra paz que la paz horrenda de la muerte. Pero, mientras dice todo esto, la Iglesia de Cristo, colocada en medio de la ansiedad de hoy, no cesa de esperar firmemente. A nuestra época, una y otra vez, oportuna e importunamente, quiere proponer el mensaje apostólico: Este es el tiempo aceptable para que cambien los corazones, éste es el día de la salvación.
[Constitución Gaudium et Spes, del Concilio Vaticano II, n. 82]