En las raíces de Occidente está la civilización romana, el pensamiento griego y la fe judeo-cristiana. Griegos y Romanos ya habían conformado una simbiosis relativamente estable a partir del idioma y la riqueza cultural griegas, y la capacidad administrativa y poderío militar romanos. Pero ese mundo se alimenta de triturar a millones de seres humanos anónimos, a los que trata como herramientas de labor, o como objetos de comercio o de placer.
El mensaje cristiano, empezando por las clases sociales más bajas y ascendiendo lentamente, sobre todo a través de la convicción de las mujeres, esposas y madres, llega a convertirse en un eje central de referencia en una nueva cosmovisión que habla del ser humano como amado por Dios, y que mira el futuro no como repetición sino como redención y esperanza.
No todo es glorioso en esos siglos, sin embargo: hay mediocridad y compromisos turbios con el poder mundano. Mas providencialmente surge entonces la vida monástica, como alternativa auto-renovable y expansible, que providencialmente crece a lo largo de los caminos marcados por el Imperio Romano, ya decadente o vencido.
La civilización de los monasterios será la semilla de la Europa que conocemos, alimentada por Roma, Grecia y Jerusalén.