Traducción de una interesante entrevista que el Arzobispo Gerhard Ludwig Müller, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ha concedido a L’Osservatore Romano.
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Alimento del Alma: Textos, Homilias, Conferencias de Fray Nelson Medina, O.P.
Si Dios es amor, el mal no puede proceder de Él. Hemos visto más arriba que algunos males tienen su origen en el mal uso de nuestra libertad. La fe nos invita a profundizar en el asunto. La presencia del mal en el mundo es imputable a la primera pareja; se trata del pecado original, pecado personal de nuestros primeros padres y tara de la humanidad. «Si el hombre es inconcebible sin este misterio, más inconcebible es este misterio para el hombre» (Pascal).
La hipótesis evolucionista de la creación, de la que ya hablamos, no es, aunque pueda parecerlo, incompatible con este hecho. Basta distinguir entre inteligencia y cultura. El primer hombre podría ser inculto pero no falto de inteligencia.
La primera pareja humana, sea uno u otro el modo de su aparición, procede de Dios y, por tanto, es necesariamente inmaculada. Enraizada desde lo más íntimo en Dios, es plenamente consciente de sus deberes. Pero hace falta que lo reconozca, porque el amor exige reciprocidad. Es preciso, por tanto, que renuncie a una autonomía absoluta. Por el contrario, consciente de su superioridad sobre todo lo creado, se niega a hacerlo. Éste es el sentido de los textos sagrados que nos hablan del primer pecado, desde el Génesis hasta San Pablo en la carta a los Romanos (Gén 3; Rom 5).
Como un árbol arrancado de sus raíces, la primera pareja se autoexcluye de lo mejor de la energía divina. No amando a Dios como Él lo merece, no podrá amar a los otros y a sí mismo con la pureza y la plenitud del amor divino: es la concupiscencia. Intelectualmente su espíritu se ha oscurecido: es la ignorancia. Físicamente, su cuerpo también sufre las consecuencias: es el sufrimiento y la muerte. «Por el pecado entra la muerteen el mundo» (Rm 5,12). Esta muerte no era inherente a la finitud humana: la experiencia de los místicos nos enseña que una vida de unión con Dios permite al hombre franquear las leyes biológicas. Marta Robin, por ejemplo, en el siglo XX, ha vivido más de 50 años sin comer ni beber. Cabría preguntarse si el primer hombre profundamente unido a Dios no hubiera sido capaz de prever y controlar las mismas catástrofes naturales (cf. Mc 4,39-41; Mt 21,21).
Pero hay más. Puesto que la primera pareja lleva consigo el capital genético de toda la humanidad, sólo puede transmitir lo que posee, es decir, un patrimonio en parte estropeado. El principio de la solidaridad preside la creación bajo la fórmula de las leyes de la herencia.
De ahí que el mal no sea necesariamente la consecuencia de una falta cometida por la persona que lo sufre: «¿qué le he hecho yo a Dios?», sino el resultado global del pecado de nuestros primeros padres y del pecado del mundo. Esa misma cuestión se le propuso a Jesús, y se puede leer su contestación con provecho en Lucas 13,4-5.
A esto, en fin, hay que añadir que a este primer pecado la humanidad ha sido inducida por un espíritu superior. Es lo que dice Jesús refiriéndose al demonio, «que es homicida desde el principio» (Jn 8,44).
Felizmente un nuevo Adán y una nueva Eva, Jesús y María, nos han sido dados para una restauración perfecta del plan de Dios. Jesús acepta tomar sobre sí el pecado del mundo, y por su obediencia perfecta lo reduce a cenizas en el fuego de su amor sobre la cruz. Él nos hace capaces de reconocernos pecadores y de confiarle todas nuestras miserias. De nuevo enraizados en Dios por Cristo, participamos ahora en su Potencia, en su Santidad, en la redención del mundo y en la gloria de su resurrección.
• «Allí donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20)
Yves Moreau es el autor de Razones para Creer. Texto disponible por concesión de Gratis Date.