«La oración es vergonzante», ha escrito Nietzsche. Más bien habría que decir que se trata de un acto tan natural como beber o respirar. «El hombre siente la necesidad de Dios del mismo modo que le resulta imprescindible el agua y el oxígeno» (Alexis Carrel).
Se puede añadir que no es merma de la dignidad del hombre la oración, como no lo es la necesidad de compartir felicidad y penas entre los que se aman. La autosuficiencia de Prometeo es un mito contra natura. El hombre está hecho para amar, y alcanza su plenitud en el amor.
¿Para qué sirve la oración?
–La mejor imagen para entender nuestra vida en Dios es la de la alianza y el matrimonio. La oración es a la fe lo que el diálogo es para el amor en el matrimonio. Sin diálogo el amor se debilita y acaba por desvanecerse. Así ocurre con la fe sin la oración.
«Soy creyente pero no practicante», oimos decir. Podríamos responder invirtiendo los términos: «Quizás sois más practicantes de lo que decís –ya que la práctica religiosa no se limita al culto–, y menos creyentes de lo que pensáis –en la medida en que abandonais la oración–».
–La oración es además una exigencia de nuestra vida moral. «Sin mí, dice Jesús, nada podéis» (Jn 15,5).
«Dios –dice San Agustín– nos propone dos categorías de cosas: las posibles para que las hagamos, y las imposibles para que le pidamos la fuerza necesaria para llevarlas a cabo».
–La oración es, al mismo tiempo, un derecho: privarnos de él sería una equivocación: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, que yo os aliviaré» (Mt 11,28).
–Siendo la oración una necesidad para el hombre, es también un deber para con Dios. Oramos entregando nuestro tiempo a Dios, porque es Dios. Orando expresamos lo absoluto de Dios, permanecemos ante Él, «como un perfume que vertido en su honor, perdiéndose a sí mismo», según dice Bossuet.
Y entonces nuestra vida se hace toda ella oración. Sin ella la acción deriva en una búsqueda inconsciente de nosotros mismos.
–La oración es un servicio a la Iglesia. «Toda alma que se eleva, eleva al mundo», dirá Elizabeth Lesœur.
–La oración es siempre atendida, al menos si no pedimos a Dios que se haga cómplice de nuestras cobardías y perezas, sino que le suplicamos asistirnos para hacer su voluntad, en la que está nuestra felicidad. Así no enseña a orar Cristo en el Padrenuestro.
¿Cómo rezar?
Aquí lo que más vale es la experiencia. Se aprende a orar, orando.
–La oración es un combate. Y un combate que ha de reiniciarse cada día. Nos despertamos paganos cada mañana, y cada mañana debemos despertarnos de nuevo a las realidades de la fe: adorar, pedir perdón y dar gracias.
–La oración auténtica es, al mismo tiempo, espontánea y metódica. Está presta a surgir en cualquier instante, pero necesita de momentos y lugares apropiados, si queremos que no esté a merced del capricho y la pereza.
–Su fuente es la Escritura, los salmos y la vida de Jesús concretamente, pero acude también a fórmulas ya hechas, como el Padrenuestro y el Avemaría, que vienen a ser como los piolets para el alpinista en la escalada.
–Los sentimientos y las ideas son secundarios. Lo importante es el amor, la voluntad de amar. Ya estamos orando cuando, ante Dios, reconocemos nuestra torpeza para orar y hacemos nuestras las palabras de los apóstoles a Jesús: «Señor, enséñanos a rezar» (Lc 11,1).
–También oramos cuando, en la presencia de Dios, meditamos en nuestro corazón los sucesos de la vida diaria.
Muchos creyentes se descorazonan por su incapacidad de concentración, por sus «distracciones». En realidad, estas fugaces ideas, que estorban nuestra atención, pueden incluso constituir la trama de una auténtica oración personal, si dejamos que Dios nos evangelice a través de ellas.
–La cima de la oración se alcanza en la pura comunión con Dios en el silencio. No es tan dificil, se necesita un poco de tiempo, confianza y tesón para alcanzarla. El rosario, a pesar de su aparente monotonía, conduce progresivamente a esta presencia ante Dios a los que confían.
«Velad y orar» (Mt 26,4), decía Jesús. Y Él mismo daba ejemplo de lo que aconsejaba, orando largamente en la noche, como en Getsemaní.
• «Hay que rezar siempre para no desfallecer» (Lc 18,1)
Yves Moreau es el autor de Razones para Creer. Texto disponible por concesión de Gratis Date.