Permanecer en el amor de Cristo es darle oportunidad y tiempo de que haga completa su obra en nosotros.
LA GRACIA del Sabado 12 de Mayo de 2012
En contra de lo que dicen los que propagan el evangelio de la prosperidad, Cristo anuncia que la fidelidad a menudo lleva a ser perseguido.
Siete errores que alejan el matrimonio de mujeres que quieren casarse
Meditacion de San Alberto Hurtado, un verdadero jesuita
Los grandes ídolos de nuestro tiempo son el dinero, la salud, el placer, la comodidad: Lo que sirve al hombre. Y si pensamos en Dios, siempre hacemos de Él un medio al servicio del hombre. Le pedimos cuentas, juzgamos sus actos, nos quejamos cuando no satisface nuestros caprichos. Dios en sí mismo parece no interesarnos. La contemplación está olvidada, la adoración y la alabanza es poco comprendida. Al hombre de mundo sólo le corresponde trabajar y gozar.
El criterio de eficacia, rendimiento y utilidad fundan nuestra manera de actuar. No se comprende el acto gratuito, desinteresado, del que nada hay que esperar económicamente. Mucho menos se entiende el valor del sacrificio. La explicación es simple: En este siglo industrial todo se pesa, todo se cuenta, todo se mide. La adhesión de la inteligencia se obtiene a fuerza de utilidad y de propaganda. ¿Cómo no extender este criterio al dominio de las almas? Los medios sobrenaturales como la Penitencia y la Eucaristía, son reemplazados por recetas naturales: higiene, dignidad, testimonio indiscutible de un debilitamiento del sentido de Dios.
Muchos continúan pronunciando el nombre de Dios. No pueden olvidar sus enseñanzas que desde pequeños les enseñaron sus padres, pero se han acostumbrado al sonido de la palabra Dios como algo cotidiano y se contentan con ella sola, tras la cual no hay ningún concepto que pueda comparase en lo grande y terrible, en lo tremendo y arrobador de la realidad que es Dios.
No niegan a Dios; lo invocan, pero nunca han penetrado su grandeza y la bienaventuranza que puede hallarse en Él. Dios es para ellos algo inofensivo con lo que no hay que atormentarse mucho. La existencia misma de Dios nunca se ha interpuesto en su camino, gigantesca o inaccesible como una montaña. Dios queda en el horizonte como un volcán que está bastante lejos para no temerle, pero aún bastante cerca para darse cuenta de su existencia. A menudo Dios no es más que un cómodo refugio mental. Todo lo que es incomprensible en el mundo o en la propia vida se le achaca a Dios: ¡Dios lo ha dicho! ¡Dios lo ha querido!
A veces Dios es un cómodo vecino a quien se puede pedir ayuda en un apuro o en una necesidad. Cuando no se puede salir del paso, se reza, esto es, se pide al bondadoso Vecino que lo saque del peligro, pero se volverá a olvidar de Él cuando todo salga bien. Éstos no han llegado hasta la presencia abrumadora de la proximidad de Dios.
Al hombre siempre le falta un tiempo para pensar en Él. Tiene tantos otros cuidados: comer, beber, trabajar y divertirse. Todo esto tiene que despacharse antes de que él pueda pensar con reposo en Dios. Y el reposo no viene. Nunca viene.
Hasta los cristianos a fuerza de respirar esta atmósfera estamos impregnados de materialismo práctico. Confesamos a Dios con los labios, pero nuestra vida de cada día está lejos de Él. Nos absorben mil ocupaciones. Nuestra vida de cada día es pagana. En ella no hay oración, ni estudio del dogma, ni tiempo para practicar la caridad o para defender la justicia. La vida de muchos de nosotros, ¿no es, acaso, un absoluto vacío?
Todo lo que es propio del cristiano, conciencia, fe religiosa, espíritu de sacrificio, apostolado, es ignorado y aún denigrado. Nos parece superfluo. Los más llevan una vida puramente material de la cual la muerte es el término final. ¡Cuántos bautizados lloran delante de la tumba como los que no tienen esperanza!
La inmensa amargura del alma contemporánea, su soledad, las neurosis y hasta la locura, tan frecuentes en nuestro siglo, ¿no son fruto de un mundo que ha perdido a Dios? Ya bien lo decía San Agustín: “Nos creaste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”.
Felizmente el alma humana no puede vivir sin Dios. Espontáneamente lo busca, como el girasol busca el sol. En el hambre y sed de justicia que devora muchos espíritus, en el deseo de grandeza, en el espíritu de fraternidad universal, está latente el deseo de Dios. En medio de un mundo en delincuencia hay grupos de almas escogidas que buscan a Dios con toda su alma y cuya voluntad es el supremo anhelo de sus vidas. Y cuando lo han hallado, el espíritu comprende que lo único grande que existe es Él. Las decisiones realmente importantes y definitivas son las que yacen en Él.
El que halla a Dios se siente buscado por Dios, como perseguido por Él, y en Él descansa. Ve ante sí un destino junto al cual las cordilleras son como granos de arena. Esta búsqueda de Dios sólo es posible en esta vida, y esta vida sólo toma sentido en esa misma búsqueda. Un día cesará la búsqueda y será el definitivo encuentro. Llegará un día en que veremos que Dios fue la canción que meció nuestras vidas. ¡Señor, haznos dignos de escuchar esa llamada y de seguirla fielmente!
Y si todo fuera azar o necesidad?
A primera vista parece que el asunto está bien planteado. Necesidad y azar parecer estar presentes en el mundo que nos rodea, de una parte en las leyes naturales que rigen a los seres, de otra en la manera fortuita en que se suceden los acontecimientos a lo largo de la historia. Pero veamos las cosas más de cerca.
¿Podemos explicarlo todo por la intervención del azar?
Azar es una palabra procedente del árabe que designa el juego de los dados. El ciego azar se opone a la inteligencia lúcida. Para afirmar el azar es necesaria una inteligencia. ¿Pero de dónde procede nuestra inteligencia lúcida capaz de definir y precisar el ciego azar? Del azar, sin duda, no procede, puesto que éste es ciego. No puede proceder más que de otra inteligencia superior, como la chispa que salta de una gran hoguera.
Ciertamente el azar puede responder excepcionalmente a un orden pasajero –por ejemplo, «he ganado en la lotería»–, pero no puede explicar una armonía general y permanente, como la que nos encontramos en el mundo, en nuestro propio cuerpo o en nuestro espíritu.
Si desmontamos un reloj despertador y lo metemos en una cazuela, por mucho que removamos largamente, jamás lograremos reconstruirlo de nuevo.
¿Basta la necesidad para explicar el origen del mundo?
La necesidad, por su parte, –la de una ley física, por ejemplo– hace pensar en un comportamiento ineludible, que se deriva de la propia naturaleza de las cosas. Por ejemplo, dos masas, puestas una frente a otra, se atraen recíprocamente: es la ley de atracción universal. Es cierto; pero dejamos sin explicar por qué los cuerpos experimentan esta mutua atracción. La necesidad explica ese comportamiento de las cosas entre sí, pero el asunto no queda en absoluto explicado para el espíritu. La necesidad comprueba un orden, pero no lo fundamenta. Explica los hechos con otros hechos, pero no alcanza a descifrar el porqué de esta secuencia.
La necesidad no explica el porqué de los seres. ¿Por qué estos conjuntos de átomos que están ante mí existen y se atraen al mismo tiempo? ¿Cuál es el porqué de mí mismo, que los observo, siendo yo claramente consciente de que no soy necesario, pues hace algunos años ni existía?
Existe además una realidad moral en la que la necesidad no halla absolutamente lugar alguno: se trata de nuestra libertad que, por mínima que sea, es justo lo contrario de toda necesidad física. Aquí tropezamos una vez más con la originalidad del espíritu, del que nos vemos obligados a buscar el origen y la explicación (Rm 1,20).
• «No temáis… Hasta vuestros cabellos están contados» (Mt 1,28-30).
Yves Moreau es el autor de Razones para Creer. Texto disponible por concesión de Gratis Date.