La historia del universo es un enigma apasionante, que los investigadores se esfuerzan en descifrar. Según una reciente teoría, el universo debió comenzar hace unos 12.000 millones de años con una gran explosión… cuyos efectos duran todavía: se trata de la teoría del universo en expansión.
La tierra, con el sistema solar, dataría de 4.600 millones de años. La vida iría apareciendo en sucesivos impulsos con seres cada vez más complejos. Tras las primeras algas azules, de hace 3.700 millones de años, se llega hasta los primates, de hace 2 millones de años, que serían los antepasados inmediatos del hombre. Es la teoría de la evolución.
Más allá de la ciencia
La ciencia trata así de describir la historia del mundo y de la vida. Se esfuerza en explicar el cómo de su aparición. Podríamos conformarnos con este logro; pero el espíritu es audaz y trata de ir más lejos en su investigación, y se adentra en el campo de la filosofía, palabra que no debe asustar. Filosofía significa simplemente el sentido común, el recto criterio que investiga el porqué de las cosas.
Los progresos de la ciencia en el siglo XIX han llevado a creer que el hombre llegaría por sí solo a obtener una completa explicación de la existencia. Sin embargo, cuanto más progresa la ciencia, más crecen los interrogantes sin respuesta, y nuestra inteligencia descubre en la contemplación del mundo y del universo las huellas de otra inteligencia misteriosa y superior actuante. Basta abrir los ojos para llenarse de admiración ante la habilidad de las abejas o ante esa pequeña araña que habita en el agua con una campana de buzo que se ha fabricado ella misma. Cuando uno mira a través del microscopio o del telescopio, el mundo aparece como repleto de inteligencia, como un árbol lleno de savia en primavera.
La teoría de la evolución, lejos de oponerse a la existencia de una inteligencia superior, la exige claramente. Cada etapa de esta evolución se nos muestra como el desarrollo de un programa preestablecido. Y así como el funcionamiento de una lavadora nos remite a la existencia de una inteligencia que la ha programado, la evolución del mundo nos remite también sin duda a una inteligencia que ordena el tiempo y la forma de su desarrollo.
Esta misteriosa inteligencia tiene la particularidad de que solo se muestra a nosotros a través de sus huellas, como un perfume que nos envuelve sin que lleguemos a saber de dónde procede, o como unas pisadas sobre la nieve, que están dando testimonio del paso de aquel cuya identidad no somos capaces de precisar.
En el fondo de nosotros mismos
Esta misteriosa fuerza actuante la captamos también en nuestro mismo interior, en nuestra inteligencia y en nuestra voluntad, bajo la forma de una atracción hacia la verdad y hacia el bien. Esta fuerza se nos impone aun en el caso de que intentemos resistirla: no podemos pensar que 2 y 2 son 5 o que el mal y el bien son lo mismo.
La atracción de la Verdad y el gusto por el Bien va acompañada en nosotros de sentimientos de libertad y de dignidad, experimentados y percibidos con gran fuerza por nuestros contemporáneos. Y estas realidades interiores nos remiten a su vez a un absoluto capaz de justificarlos.
La misteriosa inteligencia que construye el mundo y que nos construye desde dentro, esa fuerza del bien que invocamos para reclamar nuestros derechos y que fundamenta a la vez nuestros deberes, tiene una consistencia real. A esta realidad hay que darle un nombre, se le llama DIOS.
• «En el principio estaba el Verbo y el Verbo era Dios… Todo fue hecho por Él y sin Él nada se hizo» (Jn 1,1-2).
Yves Moreau es el autor de Razones para Creer. Texto disponible por concesión de Gratis Date.