59. Por las razones expuestas, la Iglesia recuerda a todos que la cultura debe estar subordinada a la perfección integral de la persona humana, al bien de la comunidad y de la sociedad humana entera. Por lo cual es preciso cultivar el espíritu de tal manera que se promueva la capacidad de admiración, de intuición, de contemplación y de formarse un juicio personal, así como el poder cultivar el sentido religioso, moral y social.
Porque la cultura, por dimanar inmediatamente de la naturaleza racional y social del hombre, tiene siempre necesidad de una justa libertad para desarrollarse y de una legítima autonomía en el obrar según sus propios principios. Tiene, por tanto, derecho al respeto y goza de una cierta inviolabilidad, quedando evidentemente a salvo los derechos de la persona y de la sociedad, particular o mundial, dentro de los límites del bien común.
El sagrado Sínodo, recordando lo que enseñó el Concilio Vaticano I, declara que “existen dos órdenes de conocimiento” distintos, el de la fe y el de la razón; y que la Iglesia no prohíbe que “las artes y las disciplinas humanas gocen de sus propios principios y de su propio método…, cada una en su propio campo”, por lo cual, “reconociendo esta justa libertad”, la Iglesia afirma la autonomía legítima de la cultura humana, y especialmente la de las ciencias.
Todo esto pide también que el hombre, salvados el orden moral y la común utilidad, pueda investigar libremente la verdad y manifestar y propagar su opinión, lo mismo que practicar cualquier ocupación, y, por último, que se le informe verazmente acerca de los sucesos públicos.
A la autoridad pública compete no el determinar el carácter propio de cada cultura, sino el fomentar las condiciones y los medios para promover la vida cultural entre todos aun dentro de las minorías de alguna nación. Por ello hay que insistir sobre todo en que la cultura, apartada de su propio fin, no sea forzada a servir al poder político o económico.
[Constitución Gaudium et Spes, del Concilio Vaticano II, n. 59]