Lo primero que sorprende al visitante, al llegar a la remota aldea de Bedumila, es la ausencia de barreras, rejas, puertas o aquello que pueda marcar un límite. O si vamos a ser más precisos: los límites existen pero se marcan no con madera, piedra o metal sino con flores. Hay en particular una flor muy hermosa, llamada bedum o también a veces bedumia, nativa de esa región, y usada en todas partes como señal. Largas hileras de bedumias se encuentran en muchos sitios y no parece que se necesite nada más para contar en dónde termina, por ejemplo, una propiedad y empieza otra.
En efecto, lamento decirlo, si esto decepciona tempranamente a alguno, pero los bedumilos, habitantes del recóndito sitio, no son una especie de comunistas sacados del túnel del tiempo. Sus templos, casas, plazas y cementerios tienen todos límites muy claros, sólo que esos límites no provienen del daño que una reja de hierro me pueda hacer, o del daño que un perro bravo me pueda causar: los bedumilos ponen límites sin amenazar con daños a los intrusos.
Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que la bedumia es una flor muy peculiar. Sus pétalos son anchos y vistosos, y un aroma muy suave, casi imperceptible, brota sin cesar de los estambres. Pero en la parte inferior de la flor, allí donde otras flores acumulan su néctar, la bedumia va acumulando un tipo de tinta oscura de un olor reconcentrado y repugnante. Se puede decir que esta flor es muy amable, pero únicamente si uno no la molesta.
Es casi imposible determinar, viajando hacia la noche de los tiempos, cuándo empezaron a utilizarse las bedumias para marcar límites. Lo cierto es que una serie de dos o tres filas de estas enormes flores hacen que si, uno quiere traspasar una propiedad, corra el riesgo de pisar alguna de esas flores. La tinta casi indeleble se adhiere al calzado o a los pies, y los marca, mientras que ese olor penetrante promete quedarse mucho tiempo con el infractor. El mecanismo funciona lo suficientemente bien como para que incluso los animales eviten diligentemente rozar siquiera esas hermosas flores.
Es obvio, sin embargo, que el obstáculo o límite se podría superar de muchos modos. Basta un pequeño impulso y un salto para evitar las filas de bedumias. O uno puede poner un tablón sobre las flores, pasar impunemente por encima, y dejar que la tinta maloliente arruine esa madera sin que se impregne en uno mismo.
Todo lo cual demuestra de manera convincente que si las avenidas de bedumias funcionan en esta aldea no es porque el sistema sea infalible sino porque una especie de acuerdo o pacto es respetado por todos. Sencillamente, la gente se acostumbra a vivir al borde de la belleza y prefiere que brilla la hermosura del pétalo y se siente el discreto aroma de la flor, cuando se la conserva entera, en lugar de su terrible hedor y fastidiosa tinta, cuando es herida.
Estas características únicas han hecho que la bedumia se convierta en metáfora viva de la convivencia social; en algo así como la imagen de lo que es o debiera ser la vida en la aldea. Aprender a convivir es aprender a respetar límites; es reconocer la belleza sin pisotearla; es comprender que lo hermoso puede volverse espantoso si abuso de él; es, finalmente, suponer con buena razón que llevaré las marcas de mi mal comportamiento a todas partes.
El descubrimiento de una variedad de bedumia mucho menor en tamaño pero completamente semejante en cuanto a las demás características, condujo a un modo nuevo de uso de este tipo de flor. La mini-bedumia, que puede tener el tamaño del puño cerrado de un niño, se empezó a utilizar ya hace más de un siglo como un discreto indicador de privacidad o también como señal de algo que es sagrado.
La recóndita ubicación de Bedumila ha hecho que su historia se desenvuelva a un ritmo más pausado que acelerado. Como suele suceder en estos casos, los ancianos tienen un lugar respetado en su escala social. Es uno de los muchos elementos que suelen pasar por alto los muy ocasionales visitantes de esta peculiar sociedad. Pero eso será tema para otra ocasión.