11. Sin Jesús es imposible para nosotros la Cruz, ni siquiera una astillita, ni siquiera una gotita de su Cáliz, somos capaces de cargar o beber. En la medida que el Espíritu Santo hace conciencia en nosotros de la magnitud del sacrificio divino, más y más crece la magnitud de la Cruz. Jesús se sometió al dolor y a la muerte no solamente para salvar al hombre, sino lo hizo por toda la Creación. Libertó a los seres angélicos1, a los hombres y al cosmos. Y lo hizo en los planos físico, moral y espiritual. Jesús en el hombre, en su humanidad, liberó a todas las criaturas.
Esto es importante, Dios escogió al ser humano para realizar su obra redentora, no eligió a los seres espirituales angélicos, ni a los seres vivientes que no son humanos. Eligió encarnarse en la humanidad, hacerse hijo del hombre, y realizar la redención total por medio de la Cruz. No lo hizo tampoco eligiendo a los hombres que viven en el cielo, sino lo hizo con un cuerpo mortal, sujeto a la existencia temporal terrena. Por tal razón, es aquí en la vida terrena donde debemos esforzarnos en asemejarnos y unirnos a Él. Es aquí en donde son inmensamente meritorios los actos de fe, de esperanza y de caridad. Dios quiso concretar su Plan de redención, santificación y deificación tomando como centro la vida carnal y terrena del hombre.
Pero con Jesús nos hacemos capaces de su Cruz: “Permaneced en mí y yo en vosotros… porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 4, 5); y permanecemos en Él si guardamos sus mandamientos: “El que guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él; y nosotros conocemos que permanece en nosotros por el Espíritu que nos ha dado” (1 Jn 3, 24). Permanecemos en Jesús y con Jesús si llevamos una vida sacramental sincera. Él carga la Cruz con nosotros y nosotros con Él, pues Él afirma “Mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 30). La Cruz sin Jesús y Jesús sin la Cruz no tienen sentido cristiano. La Cruz representa a Jesús. Jesús es Cruz, es Pasión redentora de amor.
Con Jesús la Cruz no solamente se hace soportable sino deseable y amable, pues Jesús se presenta íntegro en ella, o sea, en la Cruz se manifiesta Cristo todo, porque en ella encontramos a Cristo Jesús en su aspecto gozoso, luminoso, glorioso y doloroso. La mayoría aceptamos el aspecto gozoso, luminoso y glorioso, pero rechazamos el aspecto doloroso: queremos su vida poderosa, jubilosa e inmortal, pero no su faceta de “Varón de dolores” (cf. Is 53, 3): deseamos su Resurrección, pero no su Cruz.
Con el Espíritu Santo encontramos el aspecto amable de la Cruz. Jesús le dijo a santa Brígida: “Has de saber, hija mía, que mis caudales y tesoros están cercados de espinas, basta determinarse a soportar las primeras punzadas, para que todo se trueque en dulzuras”. No debemos malinterpretar esto, no significa que las tribulaciones y los sufrimientos de Jesús sean una especie de camuflaje que encubre un paraíso, pues sus dolores son en extremo reales, fuertes y acervos; más bien lo que significa es que Jesús nos fortalece en los sufrimientos y su presencia es fuente de dulzuras inefables; pues Él, sabiendo de nuestra gran debilidad y fragilidad, se presenta compasivo, dulce y consolador. Así también se presenta el “otro Paráclito”, el otro Consolador, el Espíritu Santo.