5. “Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Y aunque el presente vivo en carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Ga 2, 19, 20).
Uno de los frutos inmediatos de la aceptación de la Cruz que nos da Jesús -pues la Cruz es un regalo invaluable que Jesús da a sus amados más íntimos- es el empezar a conformarse con Él, y de esta manera contener su mente y su corazón, poseyendo sus pensamientos, sentimientos, deseos y actitudes. Sólo se puede amar y perdonar como Jesús si se posee su corazón, y sólo se posee su corazón si el fiel se hace uno con Él y, sólo se hace uno plenamente con Él, quien está crucificado con Él.
“Los discípulos de Cristo deben asemejarse a Él hasta que Él crezca y se forme en ellos (cf. Ga 4, 19). ‘Por eso somos integrados en los misterios de su vida: con Él estamos identificados [crucificados], muertos y resucitados hasta que reinemos con Él (LG 7)” (CEC 562).
Siendo la Cruz expresión de la voluntad del Padre, la Cruz el camino hecho carne por el Hijo y la Cruz el camino de santificación realizado por el Espíritu Santo, no hay otro medio más que éste para hacerse uno y conformarse con Cristo, para que Él se forme con nosotros y en nosotros a fin de llegar a ser Alter Christus. La plenitud de la vida cristiana es hacerse uno con Cristo, es la finalidad y el fin de toda la acción católica: lograr que Cristo viva y se exprese en cada fiel y que todos los fieles sean parte de su Cuerpo Místico; de tal manera que Cristo sea el todo, y esté todo Él en cada parte; pero tal cosa no es posible sin la Cruz, pues ella conforma y unifica.
El fiel puede imitar a Cristo y conocer y practicar su doctrina, lo cual es loable y necesario como principio, pero no suficiente, porque esto es muy distinto a asemejarse y conformarse con Él. A su vez, Cristo puede estar cerca del fiel o hasta en el interior del fiel de vez en cuando, pero unirse y hacerse un solo espíritu con Él , esto solamente se logra si somos injertados a Él por los Sacramentos, y con Él somos fundidos por su Cruz y en su Cruz.
La Cruz de Jesús no es cualquier cruz. Alguno puede decir que ha aceptado su cruz pues está resignado a aceptar el sufrimiento que le venga en su existir. Pero si es una cruz que él se fabrica según su gusto y su criterio, no puede decir que es la Cruz de Jesús; como el que se va a “misionar y sufrir” abandonando a su esposa e hijos; por esto decía san Pablo: “Si repartiese toda mi hacienda y entregare mi cuerpo al fuego, no teniendo amor nada me aprovecha” (1 Co 13, 3), y dicho amor es Cristo, pues Dios es amor. Sin duda que quien acepta el sufrimiento que le sobreviene con docilidad en la voluntad de Dios ya forma parte de la Cruz, de la Pasión de Jesús.
La Cruz se consigue si negándonos a nosotros mismos y tomando nuestra cruz seguimos a Jesús, pero ¿a dónde va Jesús con su Cruz? Se dirige al Gólgota a morir. Cuando renunciamos a todo y también a nosotros mismos, y tomando nuestra cruz de cada día seguimos a Jesús, entonces nos estamos integrando a su camino y por ende a su Cruz. Pero tal empresa sólo la podemos lograr con Él y en Él, pues sin Él nada podemos . Dios da como don maravilloso la Cruz, la cual es la llave de su corazón.
Por medio de la Cruz de Jesús se alcanza la anhelada comunión que Jesús ruega al Padre: “Para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros y el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 21). Esta comunión es la máxima meta a que está destinada la Redención y la Santificación. Dicha unión con Dios es deificación.