199.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
199.2. El miedo es la reacción característica ante un peligro inminente. Es una de las sensaciones más comunes en la especie humana, de modo que casi podemos considerar un mentiroso al que diga que nunca ha tenido miedo o que a nada teme.
199.3. El miedo es ambiguo en el alma humana. Por una parte, llevados del terror los hombres desarrollan hechos prodigiosos que se reflejan en sus huidas o combates. Por otra, el miedo paraliza, corta la reflexión, impide la deliberación.
199.4. Nadie puede vivir ante un miedo permanente, pero sí hay vidas profundamente marcadas por el temor. Son caracteres apocados, de iniciativas cortas y lenguaje confuso e inseguro. Su miedo se ha convertido en una nube que no logran apartar de sus ojos y que los convierte en prisioneros sin capacidad de gobernar su propio barco.
199.5. El miedo, lo mismo que la tristeza, son útiles en ciertos parajes del camino hacia la conversión. Puesto que toda tentación se apoya en un bien exagerado, unilateral o aparente, la superación de la tentación requiere de una renuncia a ese bien menor en busca de un bien mayor. De ordinario este rompimiento conlleva la tristeza de descubrir los males que tenía el bien menor o el miedo ante los males que se ve que traerá.
199.6. Sin embargo, este miedo o tristeza “buenos” llevan el doble sello de la humildad y la esperanza. El miedo o la tristeza malos van señalados por la soberbia y la desesperación. Y así como Dios intenta infundir en el alma el miedo bueno y la tristeza buena, el diablo quiere plantar el miedo malo y la tristeza mala.
199.7. Cristo en su pasión tuvo miedo y tuvo tristeza. De su Corazón brotan estos afectos santos que están generosamente en las genuinas conversiones. Los enemigos de Cristo, en cambio, abundaron en soberbia y en desesperación. Es una buena idea, entonces, que no rechaces el sentir miedo ni huyas miedoso de la tristeza; es mejor que al verte visitado de estos sentimientos acudas a Cristo Paciente y le hables con franqueza de lo que te pasa, suplicando de su misericordia que tome lo que hay en tu alma y lo acerque a lo que hay en su alma. De este modo, lejos de pecar, superarás la ocasión de pecado, e incluso expiarás algunas de tus culpas pasadas.
199.8. Otro tanto hay que predicar al pueblo de Dios. No pretendas que sean irrompibles, porque Cristo en la Cruz está bastante roto y desgarrado. A nadie pidas que no tenga miedo ni enseñes que la gente debe vivir siempre campante y risueña. ¡No estaba muy risueño nuestro Santísimo Señor en las horas graves de su terrible Pasión! Lo importante es que la alegría tenga siempre su semilla en tu corazón y el de tus hermanos. Así como las semillas de la siembra de otoño parecen muertas cuando llega el invierno, y sin embargo estallan de vida y color en la primavera, así también el corazón de un cristiano sabe enterrar sus semillas de pascua mientras el frío del mundo cubre de muerte y dolor todas las cosas.
199.9. Un buen sacerdote, especialmente si es director de almas, sabe descubrir esas semillas de gozo, incluso cuando las lágrimas bañan el rostro con el aspecto de una noche interminable. Un buen sacerdote es un despertador que sabe recordar a su alma propia y al corazón de los hermanos que quien ha recibido la semilla de Cristo tiene la vida de Cristo.
199.10. Aférrate a esa vida y la victoria será tuya, no importa cuántas noches sobrevengan, cuánto frío se abalance sobre tu huerta, cuánta nieve y cuánto hielo quieran matar el resplandor tu sonrisa. Para ti será el Reino de los Cielos.