I. LA NECESIDAD DE LA CRUZ
2. “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él” (Jn 3, 16-17). “Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros sino por los del mundo entero… Y este es el testimonio: Que Dios nos ha dado vida eterna y esta vida está en el Hijo; quien tiene al Hijo tiene la Vida” (1 Jn 2, 2; 5, 11-12).
El Padre Bueno da su Hijo al mundo en oblación para salvarlo del pecado y del demonio, realizando un sacrificio de amor inédito, logrando la libertad total del mundo cumpliendo con toda justicia; es decir, Dios liberó a las criaturas del imperio del mal por amor y por medio del amor, sin trasgredir el orden por Él establecido: Dios, tomando sobre sí todo mal y pecado, y toda consecuencia y castigo, renovó y reordenó lo que había caído en el mal, la corrupción y el caos, y recibió todo dolor transfigurando el sufrimiento y la muerte en vías hacia el cielo y, haciéndose uno con el pecado, lo aniquiló con su indecible anonadación: “Seré tu muerte, oh muerte” (DEV 31). El Hijo de Dios es entregado como víctima de propiciación por nuestros pecados: “por Cristo, Dios nos ha reconciliado consigo” (2 Co 5, 18).
El camino que el Padre eligió para rescatar al mundo del pecado es el sacrificio de su Hijo, o sea la Cruz, pues “La pasión de Jesús es la voluntad por excelencia del Padre: el Hijo actúa como siervo de Dios” (CEC 555). “Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación” (CEC 607). La Cruz representa el amor y la voluntad del Padre.
¿De dónde sacó fuerzas el Hijo para padecer la Cruz? Del gozo de hacer la voluntad del Padre. ¿Y dónde tiene su fuente este gozo? En el amor de Hijo (que es Dios y Hombre). El misterio de la Cruz se hace asequible por el misterio de la filiación, del cual nace el amor obediente y el gozo de ser hijos en el Hijo, sin lo cual no sólo no se entiende el misterio de la Cruz intelectualmente, sino que se hace imposible asumir el sufrimiento redentor. De la unión con el Hijo nace la fuerza para aceptar la Cruz.
Sin duda el Padre Todopoderoso con su gran poder y sabiduría podía elegir otros caminos para salvar al mundo, pero eligió el mejor camino: el de la Cruz, para sacar del mal un bien infinito. Hemos de considerar que “la Cruz” significa principalmente un acto de caridad y misericordia de Dios por medio del sacrificio, o sea, por medio del sufrimiento, la crucifixión y la muerte de su Hijo. Mas si este camino lo acepta y lo afronta el Hijo, y como donde está una de las Personas de la Santísima Trinidad ahí también están las otras dos, entonces se puede decir que Dios Trino escoge la vía del propio sufrimiento para rescatar a la Creación del mal.
Por este camino elegido por el Padre los hijos podremos comprender en el Hijo encarnado, por medio del Espíritu donado, la inmensidad y entrega de su amor hacia nosotros; y también nos daremos cuenta de la calidad de su Justicia la cual tiene como fundamento la misericordia, o sea, interceder por el amado: Él aplica la justicia, es el Juez, pero se la aplica a sí mismo poniéndose como garante de sus hijos como si Él hubiera sido el trasgresor: es una justicia constituida de amor, o sea, es misericordia y compasión. A pesar de que ofendimos a Dios al poner atención en las insidias del diablo, Dios se compadece de nosotros y toma sobre sí nuestros pecados y sufrimientos, los convierte en méritos y vías de salvación, y nos recupera para sí con ternura y diligencia inefables. De este proceso debemos ser conscientes para comprender en libertad y conciencia lo que significa entrega, misericordia y gratitud.
Cuando nos referimos a la Cruz de Jesús, no consideramos meramente al instrumento físico de madera que sirvió para martirizar y dar muerte al Redentor, sino más bien a la Cruz como representación o figura de su gloriosa Pasión redentora, de su “Cáliz” de dolor y de su “Bautismo de sangre”; o sea, nos referimos a todos sus inefables sufrimientos y tribulaciones que asumió Él para cumplir la voluntad del Padre, y para salvarnos de la esclavitud del pecado y liberar a la Creación del demonio para siempre y transfigurarnos en una Nueva Creación.