1. La Cruz de Jesús siempre aparece en lo alto de lo más alto. La Cruz junto a la Encarnación y la Resurrección del Hijo de Dios, es el centro del mensaje Cristiano, es lo esencial de la Buena Nueva: es el Kerigma de la santa Iglesia.
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La Cruz de Jesús es el Signo, el Canon y la Cátedra del amor de Dios. Sin la Cruz no se puede comprender a Dios, cuyos pensamientos, sentimientos, deseos y acciones rebasan infinitamente al criterio humano. Pero la Cruz une lo divino con lo humano y lo transforma en una unidad trascendente, cuyo destino es el cielo y la unión eterna con Dios. La Cruz une lo eterno con lo temporal, haciendo de cada instante una puerta de entrada a la dimensión eterna de Dios. Cuando el fiel hace (al bendecir o persignarse con fe y devoción) la señal de la Cruz toca la puerta del cielo y de la gloria, y atrae el rocío celeste que purifica la intención. La Cruz atrae el Espíritu de Dios.
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La Cruz de Jesús representa el cumplimiento de la Redención -en ella el Salvador expresó triunfante: “Todo está cumplido” (Jn 19, 30)-; representa también la victoria sobre el mal, y es el preludio de la Resurrección. Es en ella donde se funden el poder, el amor, el bien y la sabiduría de Dios y, entonces, la misericordia se hace justicia y la justicia se hace misericordia. La Cruz es requisito y garantía de camino verdadero: camino inscrito por Dios en la historia del hombre, haciendo de dicha historia una Historia de Amor, en la cual Dios sostiene al hombre en sus manos y en su corazón -y con el hombre a toda la Creación- a fin de que se introduzca, por el llamado, la guía y la acción de su Espíritu, al Reino prometido.