Jesús perdido y hallado en el templo
Otro episodio nos lo entrega el evangelista Lucas: la presentación de Jesús en el templo. Este episodio arroja luz sobre el inicio de la relación de Jesús con el Padre celestial. Jesús revela la conciencia de su misión, confiriendo a este segundo «ingreso» en la «casa del Padre» el significado de una entrega completa a Dios, su Padre. En este pasaje, Jesús afirma que asume como norma de su comportamiento su pertenencia al Padre, y no los vínculos familiares terrenos.
Según el relato de Lucas, María y José vuelven a Jerusalén y, al encontrar a Jesús en el templo, su madre le pregunta: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando” (Lc 2, 48). La respuesta de Jesús es densa de significado: «Y ¿por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debía ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49). En la respuesta a su madre angustiada, el Hijo revela enseguida el motivo de su comportamiento. María había dicho: “Tu padre”, designando a José; Jesús responde: “Mi Padre”, refiriéndose al Padre celestial. Jesús quiere dejar claro que él debe ocuparse de todo lo que atañe al Padre y a su designio. Desea reafirmar que sólo la voluntad del Padre es para él norma que vincula su obediencia. María y José no entienden el contenido de su respuesta, ni el modo como reacciona a su preocupación de padres. Por eso, el evangelista comenta: “Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio” (Lc 2, 50).
Con esta actitud, Jesús quiere revelar los aspectos misteriosos de su intimidad con el Padre, aspectos que María intuye, pero sin saberlos relacionar con la prueba que estaba atravesando. Las palabras de Lucas nos permiten conocer cómo vivió María en lo más profundo de su alma este episodio revelador del Padre celestial. El evangelista añade que María «conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón» (Lc 2, 51). La madre de Jesús vincula los acontecimientos de la pérdida de Jesús y de la revelación del Padre, al misterio de su Hijo, tal como se le reveló en la Anunciación, y ahonda en ellos en el silencio de la contemplación, ofreciendo su colaboración con el espíritu de un renovado “fiat”. Dándose cuenta del misterio de Jesús, en íntima relación con el Padre celestial, comienza el primer eslabón de una cadena de acontecimientos que llevará a María a superar progresivamente el papel natural que le correspondía por su maternidad, para ponerse al servicio de la misión de su Hijo divino. En el templo de Jerusalén, en este preludio de su misión salvifica, Jesús asocia a su Madre a sí, ya no será solamente la madre que lo engendró, sino la Mujer que, con su obediencia cooperó al plan del Padre en el misterio de la Redención. De este modo, María, conservando en su corazón un evento tan rico de significado, llega a una nueva dimensión de su cooperación en la salvación.
Relación de María con el Padre
Con el fiat de la Anunciación, María se convierte en la verdadera morada del Señor. Y esto por designio gratuito del Padre, a cuya llamada responde María con su fe, entregándose como la “esclava del Señor” (Lc 1,38.48), único titulo que María se atribuye por sí misma. El titulo esclava del Señor significa obediencia al Padre y aceptación de su plan de redención a través de la encarnación del Hijo. María entra libre y activamente en su papel de madre del Mesías. Su vocación es el servicio al Padre y al Hijo. En efecto, acepta con fe una situación humanamente incomprensible para los hombres desde el momento que el fruto de sus entrañas es totalmente obra del Espíritu de Dios que ha bajado sobre ella. Isabel, que había experimentado la incredulidad de Zacarías, que se quedó mudo, elogia la fe de María: “¡Dichosa la que ha creído, pues se cumplirán las cosas que se le han dicho de parte del Señor!” (Lc 1,45). Efectivamente, María tiene la firme esperanza de que nada es imposible para Dios, que, lo mismo que concilió en Isabel la esterilidad y la maternidad del precursor, puede también conciliar en ella la virginidad y la maternidad del redentor. Con esto María realizó un acto de fe no sólo personal, sino corporativo, en nombre también del nuevo Israel, que es la iglesia de Cristo.
Lo que Israel no consiguió llevar a su cumplimiento debido a su incredulidad y a su desobediencia, lo lleva a cabo María por su fe y su obediencia al Padre. Lo mismo que el antiguo Israel comenzó con el acto de fe de Abrahán, así el nuevo Israel comienza con el acto de fe de María, esclava del Señor. Esta expresión subraya la disponibilidad para cumplir la voluntad del Padre en concreto. En efecto, el Padre quiso que la encarnación del Hijo estuviera precedida de la aceptación de la madre, de manera que lo mismo que la primera mujer en el orden de la creación contribuyó a la ruina y a la muerte, así esta primera mujer en el orden de la redención contribuyera a la vida. La misión de esta sierva -lo mismo que la del siervo del Señor-será oscura y dolorosa. El camino que el Padre le ha trazado al Hijo, lo ha trazado también para María, su madre. Y María, lo mismo que el Hijo, se abandona obediente a la voluntad del Padre.
Es con nuestra obediencia al Padre al estilo de María, esclava del Padre, como viviremos nuestro ser de hijos obedientes al Padre. María con su estilo, su obediencia, su entrega nos ha enseñado el modo de obrar de quienes se sienten hijos del Padre: obediencia amorosa y total al Padre.