El Mensaje del Papa con ocasión de la Jornada Mundial por la Paz, el pasado 1° de Enero, alude a la relación del hombre con su entorno bajo el elocuente título: “Si quieres promover la paz, protege la creación.” Temas que suelen agruparse bajo el concepto de “ecología” desfilan en el denso documento papal que escrutina con profundidad las dimensiones nuevas de la responsabilidad humana frente a este planeta, y al cosmos mismo.
En fecha cercana una monumental producción cinematográfica, AVATAR, mira a la relación del hombre con la naturaleza desde una crítica aguda que tiene también un alto componente religioso. Los habitantes de Pandora son como el modelo de lo que los seres humanos no hemos sabido ni querido ser en esta tierra. La respuesta para ellos toma la forma de una armonía profunda con la energía de “Eyra” que se supone que es una deidad o también el aspecto divino y profundo de la naturaleza misma. AVATAR presenta así una versión, para consumo masivo, de los postulados más queridos a la Nueva Era, el gnosticismo y el panteísmo.
Es interesante entonces pensar en el contraste entre estas dos maneras de mirar la naturaleza y nuestro lugar, como seres humanos, en ella. Mientras que para el Papa la naturaleza es, en primer lugar, creación, y por lo tanto, el primer lenguaje de un Dios que está más allá de lo que ha creado, para AVATAR la naturaleza es el término mismo de la búsqueda: no hay más que buscar, nada diferente al misterio mismo de lo que es la naturaleza. Lo creado es lenguaje del creador, según nuestra fe. En la concepción subyacente a AVATAR no hay creación: simplemente hay un universo que es físico, en primer lugar, y que se vuelve denso, complejo, rico, soberano, sin dejar de ser “lo que hay” y también “aquello a lo que pertenecemos.” En ese sentido, esta impresionante película es una expresión muy exacta de la mentalidad pagana anterior al cristianismo. El mundo griego incluía lo divino dentro de lo cósmico, algo así como su dimensión más alta (y a veces la más noble) pero en ningún caso algo trascendente.
Otro punto interesante de análisis es la antropología. Para la concepción cristiana, el hombre es imagen de ese Dios trascendente, y esto marca una distancia entre el hombre y el resto del cosmos, que entonces sólo puede alcanzar su plenitud a través de la obra y la inteligencia humanas. El hombre no es, sin más, una “parte” del cosmos, ni se disuelve en él, como los habitantes de Pandora devuelven su energía a Eyra al morir.
Aún más: la idea de usar “avatares” supone que el ser mismo del hombre queda perfectamente capturado en los trillones de conexiones neuroeléctricas de su cerebro. Si tal conexión puede ser reproducida en otro medio–su “avatar”–entonces el ser mismo queda preservado. Es así como el protagonista empieza la película siendo un ser humano y al final es uno más de los habitantes de Pandora.
Ahí estamos ante una idea que se puede conectar con los pitagóricos y Platón, por un lado, y con el mazdeísmo y el hinduísmo por otro lado. Es la idea de que “el hombre es el alma;” o dicho de otro modo, el cuerpo, como tal, no importa. Los gnósticos deben sentirse plenamente a sus anchas en la película AVATAR: el cuerpo no importa. Una consecuencia clave es que entonces la redención a través del sacrificio, incluyendo el sacrificio de Cristo en la Cruz, tampoco importa. Tal como pensaban los antiguos gnósticos, AVATAR miraría en Cristo un pensador, un maestro, un ser “muy espiritual” pero no aquel que redime por el acto voluntario, amoroso y obediente de morir por nosotros.
En la lógica de AVATAR no cabe entonces la meta de nuestra resurrección, ni importa si Cristo ha resucitado. Lo que importa es ser sensato en cuidar “lo que hay” para que la energía fluya mientras el individuo pasa sus días disfrutando “lo que hay.” El esbozo de inmortalidad personal es la conservación de la energía y de la información; pero por supuesto eso no es realmente personal: los habitantes de Pandora son bellos, útiles e inteligentes, como todo lo que hay en Pandora: son flores de una luminosidad peculiar, que no deben obstruir a las otras flores.
De la visión nuestra pocos han hablado con tanta claridad como Benedicto XVI, cuyas palabras, ene l Mensaje para el 1° de Enero de 2010, pueden cerrar esta reflexión:
El Libro del Génesis nos remite en sus primeras páginas al proyecto sapiente del cosmos, fruto del pensamiento de Dios, en cuya cima se sitúan el hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza del Creador para «llenar la tierra» y «dominarla» como «administradores» de Dios mismo (cf. Gn 1,28). La armonía entre el Creador, la humanidad y la creación que describe la Sagrada Escritura, se ha roto por el pecado de Adán y Eva, del hombre y la mujer, que pretendieron ponerse en el lugar de Dios, negándose a reconocerse criaturas suyas. La consecuencia es que se ha distorsionado también el encargo de «dominar» la tierra, de «cultivarla y guardarla», y así surgió un conflicto entre ellos y el resto de la creación (cf. Gn 3,17-19). El ser humano se ha dejado dominar por el egoísmo, perdiendo el sentido del mandato de Dios, y en su relación con la creación se ha comportado como explotador, queriendo ejercer sobre ella un dominio absoluto. Pero el verdadero sentido del mandato original de Dios, perfectamente claro en el Libro del Génesis, no consistía en una simple concesión de autoridad, sino más bien en una llamada a la responsabilidad. Por lo demás, la sabiduría de los antiguos reconocía que la naturaleza no está a nuestra disposición como si fuera un «montón de desechos esparcidos al azar», mientras que la Revelación bíblica nos ha hecho comprender que la naturaleza es un don del Creador, el cual ha inscrito en ella su orden intrínseco para que el hombre pueda descubrir en él las orientaciones necesarias para «cultivarla y guardarla» (cf. Gn 2,15). Todo lo que existe pertenece a Dios, que lo ha confiado a los hombres, pero no para que dispongan arbitrariamente de ello. Por el contrario, cuando el hombre, en vez de desempeñar su papel de colaborador de Dios, lo suplanta, termina provocando la rebelión de la naturaleza, «más bien tiranizada que gobernada por él». Así, pues, el hombre tiene el deber de ejercer un gobierno responsable sobre la creación, protegiéndola y cultivándola.