MI REGRESO AL PADRE
(Lc 15,18-20; Jn 20, 17; Mt 28,10; Jn 3,16)
Les invito a estudiar un tema que nos ayudará a comprender y mejor, todavía, a hundirnos experiencialmente, en la bondad y misericordia del Padre Celestial. A descubrir el camino para llega al Padre, parecido al que hace el hijo en su retorno al padre, y que éste recibe incondicionalmente a su hijo que le había traicionado tan villanamente. Nuestro tema nos lleva a ser concientes de la presencia amorosa de nuestro Padre, a dejarnos amar, a recibir el amor permanente del Padre y a vivirlo gozosamente. Para lograr entrar en una verdadera asimilación del tema necesitamos “hundirnos” en de la Palabra, o mejor dejarnos sumergir en ella por el mismo Padre, como lo hacemos en una piscina que nos dejamos hundir por nuestro mismo peso, para que el agua nos empape y nos penetre como la esponja se deja colmar, se deja saturar del agua en la que está inmersa, del agua que la anega. Esa piscina climatizada es la Palabra que quiere llevarnos hasta el Padre y hundirnos en Él: “Me levantaré e iré a mi Padre”y, levantándose, partió hacia su Padre” (Lc 15, 18-20). Hundámonos de cabeza en esta Palabra para que impregne y cale todo nuestro ser, para que se apodere totalmente de nuestro corazón.
Tengamos cuidado, eso sí, de que en nuestro trabajo no nos vaya a suceder lo que dice el Padre Raniero Cantalamesa, predicador del Papa, hablando de la diferencia que existe entre un actor y un creyente, diferencia que es esencial. El actor se mete en el personaje y será tanto mejor actor cuanto mejor lo represente al vivo; pero en la realidad seguirá siendo lo que era antes; no se propone imitar en la vida lo que representa en el escenario. Hasta tal punto es así, que los mismos actores pueden representar en una película a Jesucristo o a la Virgen María y en la siguiente, a un delincuente o a una adúltera. En cambio el creyente se mete en la Palabra con fidelidad, es decir, para vivirla, para dejar moldear su vida por la Palabra. Nuestro trabajo no es para quedarnos con unas ideas, sino para tomar un camino de conversión, de cambio de vida.
Camino de regreso
Viendo lo sucedido con el hijo menor, advertimos que cuando la lucha por la sobrevivencia ocupa toda la existencia, paulatinamente el ser humano se aleja de su dimensión humana, se degrada, tiende a animalizarse. Pues, el hombre ha sido dotado de algo más que de simples fuerzas para producir: tiene una vocación mucho más alta que la de un simple animal de trabajo. Es lo que le ocurrió al hijo menor que quedándose solo en las cosas se degradó, hasta tal punto que vivía con los cerdos, queriendo, también, saciarse con lo que ellos comían. Pero llegado a ese punto de degradación logró salir de allí, por el recuerdo del amor de su padre.
El camino de conversión, que hace el hijo menor en su regreso al padre nos ayuda en el logro del objetivo de nuestra reflexión. La necesidad material, a la que llegó el muchacho, le empujó a regresar a su padre. De todos modos esa necesidad fue la ocasión, no la causa de su arrepentimiento. Por las palabras que pronuncia más adelante se ve claro que su arrepentimiento es auténtico, y no un oportunismo o un simple cálculo humano. Aunque esté motivado por la necesidad y por el hambre, le mueve una causa mucho más profunda: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti” (v.18). No mira lo que ha hecho mal a sus propios ojos, sino lo que está mal “a los ojos de su Padre”. Vemos, por tanto, que además de la necesidad, hay en este muchacho el recuerdo de su relación con el padre, la nostalgia del amor que había recibido de él. Las dos cosas lo hacen decidirse a dar una nueva dirección a su vida. De todos modos, él mismo comprendió que el pecado de fondo había sido el de haber perdido el amor de su padre, el de no haberlo entendido, el de su ingratitud para con él. Por eso su confesión empieza por su ofensa al padre, no por cuántas veces había pecado con prostitutas.
Núcleo de la conversión al Padre
De todos modos, la clave de la conversión del hijo está expresada por el relato en las siguientes palabras: “entrando en sí mismo, dijo“(v.17) y a continuación: “Me levantaré e iré a mi padre” (v. 18). Cuando un pecador se ha alejado de Dios, se ha alejado también de sí mismo, se ha alienado. Para volver al Padre, tiene primero que regresar, volver a entrar en sí mismo, darse cuenta de los errores cometidos y, luego, descubrir el amor que el Padre le ha entregado, volver al Padre. Es esto lo que hizo el muchacho: entra en sí mismo. Se descubre que en el fondo de la vida de este muchacho y de todos nosotros, a pesar de nuestros pecados hay una experiencia fortísima de amor de nuestro Padre Dios. Experiencia que queda casi ahogada por los pecados que vamos cometiendo, por los errores, por las villanías que repetimos contra nuestro Padre, por amar y buscar más las cosas que su amor. De todos modos, aunque sea entre cenizas todavía se conserva en nosotros ese amor, el primer amor, que un día estuvo muy vivo, aunque ahora se halle entre rescoldos.
Este es la aventura y el proceso de regreso del muchacho y de todo pecador, en el momento decisivo. Atraído irresistiblemente, movido por ese amor del Padre brota desde dentro la decisión: “me levantaré y volveré a mi Padre“(v.18). Todo se decide en este momento, regalo del mismo Padre; lo que viene después sólo es una consecuencia, un poner por obra lo que se ha decidido. Es este el instante del amor, el instante en que ha ocurrido la conversión, la decisión del cambio de dirección de la vida. Es el momento del encuentro consigo mismo y con Dios; ha llegado el don de la conversión.
Este proceso interior lleva a la persona a entrar dentro de sí, a meditar a fondo en la vida que ha vivido hasta el momento, a descubrir su traición, y a encontrarse con ese amor maravilloso del Padre que lo ha hecho hijo para siempre. Con el sufrimiento y la necesidad se inicia este proceso de conversión. A pesar de que en nuestra vida haya una cantidad de pecados, hay también, muy bien guardada en el fondo de esa vida, la experiencia del amor del Padre. Este amor es el que nos hace entrar en el corazón y reconocer los propios errores. Ese amor nunca se destruirá, pues somos hijos del Padre para siempre. Así lo dice san Agustín: “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón siempre estará inquieto mientras no descanse en Ti“.