188.1. Hay palabras con las que tú bendices a tus hermanos los hombres; hay palabras con las que bendices a Dios en alabanza; hay una palabra que te bendice a ti mismo, la palabra “gracias.”
188.2. Agradecer es un acto de justicia para con los demás, y eso está muy bien, pero es también un acto de benevolencia y de amor para contigo. Con el agradecimiento abres tu mente a una comprensión más plena de lo recibido y animas tu voluntad a acoger con mejor disposición lo que te ha sido dado. El agradecimiento imprime más hondamente en tu memoria la huella del amor y así te afianza en la certeza de la acción de la Providencia para tu presente y tu futuro. La palabra “gracias” te bendice cada vez que la pronuncias.
188.3. El agradecimiento te ayuda además a darle su lugar propio a cada cosa que llega a tu vida. Si la ingratitud es obra de la malicia y el desagradecimiento tiene por padres al egoísmo y la soberbia, el agradecimiento nace de la humildad, el conocimiento de sí mismo y la búsqueda de la bondad. Con él estableces un puente entre aquel que te manifiesta su amor y tú que lo recibes.
188.4. Y este es el punto principal de cuanto quiero decirte hoy: aunque las intenciones de las personas que te dan las cosas no sean siempre las más puras, bellas o perfectas, a través de la gratitud te sitúas en el plano de la bondad y por eso te levantas hacia Aquel que es el Único Bueno. Mientras que el examen puntilloso de los bienes y males de tus hermanos puede llevarte a enredarte en las miserias de ellos, la palabra agradecida te deja envuelto y amorosamente preso de los lazos de la Providencia piadosa de tu Dios.
188.5. Y ciertamente necesitas de esos lazos. Si es verdad que las cosas de este mundo te arrojan sus trampas y cuerdas tratando de atraparte con su seducción, y si es cierto que los terrores del enemigo quieren anudarte a tu propio miedo, entonces también es verdad que necesitas ser alcanzado por la fuerza de los lazos del bien y del amor. Y esto es lo que te da la palabra “gracias,” la palabra que te bendice.
188.6. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.