La paz social se funda sólidamente en el mutuo y recíproco respeto de la dignidad personal del hombre. El hijo de Dios se ha hecho hombre, y su redención alcanza no sólo a la colectividad, sino también a cada hombre: Me ha amado, y se ha dado a sí mismo por mí. Así lo dijo San Pablo a los Gálatas: Ipse dilexit me et tradidit semetipsum pro me. Y si Dios ha amado al hombre hasta tal punto, esto significa que el hombre le pertenece, y que la persona humana ha de ser respetada absolutamente. Tal es la enseñanza de la Iglesia, que para la solución de las cuestiones sociales siempre ha fijado la mirada en la persona humana, y ha enseñado que las cosas y las instituciones -los bienes, la economía, el Estado- son ante todo par el hombre; y no el hombre para ellas.
Las perturbaciones que sacuden la paz interna de las naciones traen su origen principal y precisamente de esto, que el hombre haya sido tratado casi exclusivamente como instrumento, como mercancía, como miserable rueda de engranajes de una máquina grande, simple unidad productiva. Sólo cuando se tome la personal dignidad del hombre como criterio de valoración del hombre mismo y de su actividad, se tendrá el medio para aplacar las discordias civiles y las divergencias, a veces profundas, entre -por ejemplo- los dadores de trabajo y los trabajadores, y, sobre todo, para asegurar a la institución familiar aquellas condiciones de vida, de trabajo y de asistencia, aptas para hacer que cumpla mejor su función de célula de la sociedad y primera comunidad constituida por Dios mismo para el desarrollo de la persona humana.
No: la paz no podrá tener sólidos fundamentos, si en los corazones no se alimenta el sentimiento de fraternidad, tal como debe existir entre quienes tienen un mismo origen, y están llamados a los mismos destinos. La conciencia de pertenecer a una única familia apaga en los corazones la avidez, la codicia, la soberbia, el instinto de dominar a los demás, que son la raíz de las disensiones y de las guerras; ella nos une a todos con un vínculo superior y generosas solidaridad.
[Juan XXIII, Radiomensaje de Navidad de 1959.]