Volvere a Casa de mi Padre

VOLVERÉ A CASA DE MI PADRE

(Lc 15,18)

Y entrando en sí mismo dijo:’cuántos jornaleros en la casa de mi Padre tienen pan en abundancia, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino, volveré a casa de mi padre y le diré: padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros’ Se puso en camino y marchó a casa de su padre” (Lc 15, 17-20).

Les invito a iniciar una reflexión sobre la “Casa del Padre”, expresión del hijo menor. Esta reflexión nos hace pensar en la casa del padre del hijo menor, y nos llevará, también, a descubrir que la Casa del Padre es la mansión donde reposa nuestro Padre celestial, es el deseo de Dios que impulsa a todo hombre a regresar a él cuando se ha alejado. La Casa del Padre es un símbolo de Dios, un camino de ida y vuelta desde Dios hasta Dios. La fe nos promete la recuperación del paraíso mediante la conversión o la vuelta a nuestro Dios y Señor.

La casa del padre

Esta expresión está cargada, en general, de un hondo sentido afectivo, de recuerdos maravillosos, de espíritu de familia; está llena de los más grandes sentimientos que concentran la parte afectiva del hombre hacia los suyos, hacia su hogar. La casa del padre o la casa paterna es ese sitio, que concentra nuestros afectos, y donde el cielo adquiere un tono y un sentido muy especial, donde el sol pinta de tintes maravillosos esos predios familiares, donde la planicie vive alfombrada de gramales esmeraldinos, regados por riachuelos cuyo paso llena de músicas celestiales los oídos, donde las praderas están ornadas de flores multicolores, y donde hasta el mismo horizonte tiene tonalidades que nunca se esfuman de nuestra vida y de nuestro recuerdo. Sí, la casa paterna está llena de todo el afecto que alimenta lo más rico de los predios familiares. Desde este sentido, la vida del hijo menor tuvo tres fases: primeramente el hijo menor vivía en su casa, que era la casa del padre; después se marchó de la casa; luego volvió a la casa de su padre. La casa le recordaba al padre y su amor indecible por él. En la parábola solamente se contemplen dos fases en relación con la casa del padre: su vida de pecado y su conversión.

Pero la expresión “la Casa del Padre” tiene, sobre todo, un sentido bíblico, es una expresión bíblica y está henchida de una riqueza infinita que llega, también, a lo más profundo del corazón cargado de nostalgias y añoranzas celestiales, como lo expresó el sin igual Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti; y nuestro corazón estará inquieto mientras no descanse en Ti”.

La Casa del Padre

En el AT es normal hablar de “casa”, “tienda”, “palacio” o “morada de Dios”. En un sentido la casa de Dios es el cielo, en otro es el templo de Jerusalén. Cierta vez, el patriarca Jacob, al despertar del sueño donde vio una escalera apoyada en la tierra, y cuya cima tocaba el cielo, y a los ángeles de Dios subir y bajar por ella, y a Yhaveh que le dijo: “Yo soy el Dios de tu padre Abraham y el Dios de Isaac. La tierra en que estás acostado te la doy a ti y a tu descendencia, exclamó: “este lugar es la casa de Dios y la puerta del cielo” (Gen 28,17). Esta misma idea se ha proyectado hacia el futuro y ha tenido múltiples resonancias en expresiones como “la patria eterna”, “la casa eterna”, “las moradas celestiales”, “el hogar del cielo”. De todos modos, en el NT Jesús es mucho más explícito y habla de la casa paterna que ya no es solo el cielo o un lugar situado en esta tierra. Hablando a sus discípulos, despertó en ellos nostalgia del Padre celestial, cuando les dijo que se marchaba para prepararles una morada junto al Padre: “en la casa de mi Padre hay muchas estancias” (Jn 14,2). Cuando el redactor del cuarto Evangelio habla de “la casa de mi Padre” está queriendo visualizar de algún modo, la representación espacial del Reino de la Vida y del Amor, lugar cuidadosamente preparado, donde cada uno encontrará en Dios su plena posibilidad de amor, la felicidad acomodada a su propia capacidad. Algo así como si en un esfuerzo de imaginación intentara describir el cielo con la imagen de una casona grande, donde hay sitio para todos los hijos, pues la Casa del Padre es la casa de todos sus hijos.

Todavía son más importantes los textos en que no solo se dice que Dios tiene una casa, sino que Él mismo es una casa. Y no una casa normal y corriente, sino una casa bien abastecida, segura e inexpugnable. Pablo dice que hay una casa “que no ha sido construida por mano de hombres” y que nos espera en los cielos (2Cor 5,1). Son los textos en que a Dios se le llama “refugio”, “alcázar contra el enemigo”. Por eso, el hombre puede ya en esta vida “hacer del Altísimo su refugio” (Sal 91,9)

La imagen de Dios-Casa sugiere intimidad, seguridad, protección, alegría, y así es como se representa la felicidad del cielo: como una gran familia reunida, no solo en la Casa del Padre, sino en esa casa que es el Padre y toda la Trinidad divina. Por eso, en un momento de gozo especial podemos exclamar, pensando en el cielo: “Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la Casa del Señor” (Sal 122,1). De la Casa, que es el Padre, hemos salido y a Él estamos regresando.

La casa del Padre nos habla del Padre

Cuando el hijo menor pensaba en regresar a la casa del padre, estaba pensando no propiamente en su casa sino en la persona del padre, en regresar su padre. Así lo clarificó, cuando preparó el discurso que iba a pronunciar ante el Padre: “¡Me pondré en camino, volveré a casa de mi Padre y le diré: ¡Padre, he pecado contra el cielo y contra ti! (Lc 11, 18).

Por eso, el regreso del hijo pródigo culmina felizmente en el encuentro con el padre, en brazos del padre. Nuestra vida en la tierra tiene que ser un encuentro con nuestro Padre Dios. Y cuando nos hemos alejado de El, es urgente el regreso. El nos atrae permanentemente. Alejados del Padre, crece en nosotros la nostalgia de su presencia, de su compañía, de volver a su amor, a sus brazos, de estar nuevamente con Él y ojalá para siempre. Él es el sentido último de nuestra vida. Así lo afirma el apóstol: “Para nosotros no hay más que un Dios, el Padre, de quien procede el universo y hacia quien caminamos” (1Cor 8,6).

Esta es la respuesta más clara y segura que pueda darse a la pregunta ¿de dónde venimos, hacia dónde vamos? Venimos del Padre y vamos hacia el Padre, pues nuestro ser es de hijos suyos. Bajo esta luz, nuestra existencia se presenta como un camino de regreso al Padre.

Una encuesta

Un párroco repartió entre sus feligreses unas papeletas con esta única pregunta: ¿cuál es para un creyente la mejor noticia? Las respuestas fueron, unas: estar ciertos de la salvación eterna; otras, Dios es mi Padre. Sin duda la respuesta es la segunda: Dios es mi Padre. La certeza de que somos hijos de Dios es mucho más importante que la certeza de ir al cielo. Qué importa salvarnos, sabiendo con certeza que Dios no es nuestro Padre? El gran don de Dios no es que Él nos conceda la vida eterna, sino que nos haya hecho sus hijos. La vida en el cielo, el disfrute de la casa paterna es una simple consecuencia. Así lo expresa el Apóstol: “si somos hijos, somos también herederos” (Rm 8,17; Gal 4,7). La herencia, o sea, la vida eterna, la salvación es lo de menos. ¿De qué serviría una dicha eterna, infinita, si al llegar al cielo nos percatásemos de que no somos hijos del Padre Dios? ¿Qué clase de felicidad podría compensarnos con la decepción de encontrar allí que no somos hijos de Dios?

Nuestro origen

Lo importante no es saber que Él es nuestro Padre, que somos sus hijos, sino tener conciencia de ello, tener la experiencia, habernos descubierto como sus hijos. Una corriente íntima nos arrastra hacia el Padre como hacia nuestro origen y meta. Hemos venido del Padre y regresamos al Padre. Sabemos, por el evangelio de san Juan, que esa era la forma en que Jesús, nuestro querido hermano, describía su aventura terrena: “salí del Padre y he venido al mundo, ahora dejo el mundo y me voy al Padre” (Jn 16,28). Por eso, nuestra felicidad eterna, nuestra vida eterna está en consonancia con nuestra naturaleza de hijos suyos. Nosotros, como Cristo, podemos decir con verdad: “yo vivo por el Padre” (Jn 6,57). Cuánta necesidad tenemos de sentirnos hijos, de estar con nuestro Padre, de escucharlo, de identificarnos con Él haciendo su voluntad.

Jesús nos enseña cómo ser hijos: Él tenía una relación íntima, filial, una comunicación constante, amorosa y tierna con su Padre. Sentía la necesidad imperiosa de estar con Él, Era Hijo y se sentía Hijo, vivía como Hijo y buscaba permanentemente al Padre. Por eso su obsesión por los parajes solitarios, por las noches silenciosas, por el desierto. Tenía que orar, porque sentía una necesidad vital de comunicación constante, amorosa, llena de ternura con su Padre. Este es el camino que nos señaló a los otros hijos del Padre.