172.1. Un día antes de la Encarnación, ¿qué había en el mundo?
172.2. La Iglesia celebra desde hace mucho tiempo el día de la Encarnación el 25 de marzo. Como te dije en otra ocasión, no es mi oficio resolver tu curiosidad o la de cualquier otro, en el sentido de “revelarte” lo que no te ha dicho la Iglesia visible, que tiene autoridad sobre ti y lleva en su interior la gracia del Espíritu Santo. Para efectos, pues, de estas mis palabras, tomemos ese número y esa fecha, y planteemos de nuevo la pregunta así: ¿cómo estaba el mundo aquel 24 de marzo?
172.3. Corría el agua por los arroyos y brillaba igual el sol en el cielo. Eran tan tímidas las estrellas de aquella última noche antes de la Encarnación como siguen siéndolo en esta precisa noche. Los pájaros, que de nada se enteraron, cantaban antes de aquella fecha con un gozo digno de que ya hubiera pasado el gran acontecimiento, y en los valles umbríos las cadencias de la tarde tenían la misma tristeza de siempre.
172.4. ¿Cuántos, en aquella última noche de ese último día cerraron sus ojos humedecidos por lágrimas de súplica al Dios Altísimo? ¿Hubo en aquella ocasión —no seré yo quien responda— algún alma fervorosa que recordara los versos de Isaías: “ojalá rasgases el Cielo y bajaras” (Is 63,19)? ¿Se oía por doquier, o sólo en alguna que otra casa aquel ruego del salmo: “¡ven a visitar tu viña!” (Sal 80,15)? ¿Qué planes hacía aquella gente, qué afectos les robaban el sueño, a quién le hubieran escrito una poesía en esa noche? ¿Acaso alguna joven hebrea se asomó —tal vez sí— al cielo en silencio, y suspiró una súplica encendida por el Mesías que sentía lejano? ¡Oh! ¡Y cuántos no encontraron para esa noche más cobijas que sus desengaños, cuántos calentaron sus cuerpos en la pura ira de la prolongada injusticia del mundo, cuántos dejaron de orar al entregarse al descanso de esa última noche!
172.5. No es demasiado difícil dar un prólogo al precioso relato que el Espíritu Santo concedió a Lucas para el encuentro mismo de Gabriel y la Santa Virgen, no ya desde lo que sucedía en la tierra, como hizo Lucas al narrar la visita de Gabriel a Zacarías, sino, imitando en cierto modo el estilo del libro de Job, en aquello que, por decirlo así, “sucedió” en los Cielos.
172.6. Si por un recurso de tu imaginación traes a tu mente ese Cielo representado en alegoría, ¡qué distinto lo verías de la tierra! Más interés había en el Cielo de que el Hijo se hiciera hombre, que afán de amor en los hombres por recibir en su carne al Hijo del Eterno Padre. Por así decirlo, más anhelábamos esa hora los Ángeles, que no íbamos a ser redimidos, que los hombres mismos, dilectísimos pero indignísimos destinatarios de esa piedad que rebasa todo límite.
172.7. Sabiendo que se trata de una construcción literaria, por llamarla así, que uso no porque te hable de ficciones, sino porque no tengo otro modo de expresarte estos misterios, imagina el Aula Celeste, colmada de luz y de gloria, densa por el incienso de la adoración y repleta de la Nube que anuncia y a la vez oculta el misterio último de Dios. Un majestuoso silencio se sucede, a una señal venida de lo Alto, y los últimos acordes de los cánticos de loor y gloria dejan oír un eco que se aleja en los espacios sin medida.
172.8. Entonces un resplandor sin palabras, porque no hacen falta palabras, deja saber a todos el Designio Incomprensible de la Encarnación. Un murmullo de pasmo, de gozo y de adoración brota en toda aquella Asamblea, y un silencio aún más solemne y grave cae sobre todos. La declaración de la Voluntad Divina muestra bien que en esta obra maravillosa sobre toda ponderación tendrá parte generosa el servicio de sus Ángeles.
172.9. Pero de todas estas intervenciones y ministerios angélicos, hay uno singular, y todos lo saben: Dios mismo ha determinado que la declaración de su gracia amorosa, comunicada a la creatura más santa, tenga el sello de la obra de los Ángeles. El pasmo es mayor: Dios ha querido que haya un Ángel entre su perfección increada y su creatura más perfecta. ¿Imaginas lo que esto significa?
172.10. El silencio alcanza su límite. El Aula del Cielo, en suave pero intensísima expectativa, se encuentra en la más absoluta escucha y la más radical obediencia. Con una voz el Padre da nombre para la tierra al feliz encargado. Como un relámpago de gracia en medio de la misma gloria, como un estampido de amor por su Ángel, como un torrente de fuego desde su Trono excelso, un nombre se escucha para alegría de todos: “¡Tú, Gabriel!”
172.11. Es mi manera de hablarte no para que fuerces tu mente, sino para que tu corazón tenga una degustación de los amores del Cielo. ¡Oh, qué distinta la noche de la tierra y la noche del Cielo! Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.