El Espíritu Santo es una Persona Divina
(Hech 19, 1-4; Jn 7, 38- ; Rm 8, 14-28)
Les invito a profundizar en el descubrimiento de la naturaleza del Espíritu Santo, conforme nos lo revelan Jesús y la Sagrada Escritura. Es claro que la revelación del Espíritu Santo, como la del Padre, nos viene directamente de Jesucristo. Sólo Él podía entregarla. Jesús prometió el Espíritu Santo y lo envió a su Iglesia. Por eso, lo reveló e ilustró a sus discípulos sobre él, en cuanto a su naturaleza y en cuanto a su misión en la Iglesia. Si fue fundamental para los apóstoles hacer claridad en punto tan esencial de la vida de la Iglesia, otro tanto lo es para nosotros, pues como ellos, somos hijos de Dios por el Espíritu Santo. Inicio esta reflexión con la experiencia de vida que nos trae el libro de los Hechos de los apóstoles. Al llegar san Pablo a Éfeso, encontró alg0unos discípulos y les preguntó: “¿recibieron el Espíritu Santo cuando abrazaron la fe?”. Tremenda sorpresa se debió llevar el apóstol ante la inesperada respuesta que le dieron: “Ni siquiera hemos oído decir que exista el Espíritu Santo” (Hech 19, 1-4).
Yo pienso que esta experiencia de los Efesios muestra, también, el lugar que el Espíritu Santo ocupa en la vida de muchos cristianos. Y es imposible ser cristiano sin conocer a esta Persona divina y, todavía menos, sin haberlo recibido. Jesús mismo le da el nombre por el que debe ser conocido e invocado por todos los cristianos. Se llama Espíritu Santo. Le da, también, los nombres de Paráclito o enviado y de Espíritu de la Verdad.
La Iglesia recoge con un amor especial la Revelación hecha por Cristo y así la define como de fe católica en varios Concilios. Así en el Concilio Constantinopolitano I definió: El Espíritu Santo es Señor y Fuente de vida, procede del Padre y con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado; habló por los profetas” . Por lo mismo, quien no admita esta verdad ni es ni puede llamarse cristiano.
Revelación del Espíritu Santo
Los hechos de los Apóstoles, definidos como el Evangelio del Espíritu Santo, muestran su revelación, su existencia y su acción. El evangelista Lucas hace un paralelismo entre Jesús y la Iglesia, al colocarlos bajo la acción y dirección del Espíritu Santo. Ya él nos había narrado en su Evangelio la concepción y el nacimiento de Jesús por la acción y el poder del Espíritu Santo, en la Encarnación; en los Hecho nos narra, igualmente, el nacimiento de la Iglesia bajo la acción del Espíritu Santo, el día de Pentecostés. Y así como Jesús fue conducido por el Espíritu Santo y habló por medio de Él, la Iglesia está dirigida por el mismo Espíritu y anuncia la Buena Nueva con su poder. Porque, como dice Pablo VI: “no habrá nunca evangelización posible sin la acción del Espíritu Santo” (EN 75).
El acontecimiento de Pentecostés
La venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles y María Santísima, narrada por san Lucas, destaca las tres figuras de la Trinidad y termina narrando la presencia del Espíritu Santo y compartiendo con nosotros aquella maravillosa síntesis: “Todos quedaron llenos del Espíritu Santo” (Hech 2, 4). Se trata del Amor Trinitario que fue derramado sobre los apóstoles, como el gran acontecimiento de ser anegados en un “baño de caridad”. En este día los apóstoles tuvieron la experiencia rebosante del amor de Dios. Este amor que recibieron se transformó en ellos en capacidad de amar. Pienso que ellos descubrieron, entonces, el secreto de Jesús cuando les hizo aquella maravillosa confidencia: “El Padre me ama y yo amo al Padre”. El Espíritu les da, también a ellos, “un corazón nuevo” para percibir a Dios, para recibir de El su amor y poder luego amar con el mismo amor a los demás como hermanos.
Experiencia del Espíritu Santo
El día de Pentecostés los apóstoles conocieron quién era el Espíritu Santo, porque lo recibieron y, desde entonces, vivieron con Él. Habían oído a Jesús hablar ardorosamente de El, pero en Pentecostés lo conocieron en su realidad, observaron su acción y experimentaron su poder. Ahora los Apóstoles conocen personalmente al Espíritu Santo, porque lo recibieron y viven su acción al ser transformados en sus vidas y, ahora sí, construir verdaderas comunidades por donde pasaban. Alegría y unión son frutos del Espíritu Santo.
La Persona del Espíritu Santo
Es importante darle toda la fuerza a la consideración del Espíritu Santo como Persona, pues por causa de los símbolos usados para designarlo, con frecuencia le hemos venido dando el tratamiento de una cosa, no de una persona.
Los cristianos hablamos del Espíritu Santo como de Intercesor, Consolador, Paráclito, Dulce Huésped; lo representamos como Fuerza divina, Fuego, Viento, Agua Viva, Viento, Amor, Luz celestial. Estas y otras expresiones parecidas, son solamente símbolos. Es como decir que, como el Espíritu Santo se apareció en forma de paloma, Él es una paloma, o que se “encarnó” en una paloma. Por eso, es preciso dejar bien claro que el Espíritu Santo es una Persona divina, una Persona queridísima. Para quien no lo conoce, baste decir que es igualito a Dios Padre y a Dios Hijo. Y todavía más, es UNO con ellos.
¿Y qué es una persona? Es lo mejor que existe en la naturaleza. Nada hay más noble, más digno, más amable y más importante que una persona. En Dios, las Personas son distintas y se definen como RELACIÓN. Él Espíritu Santo procede primariamente del Padre y del Hijo y, su naturaleza es divina como ellos: es un solo Dios con el Padre y el Hijo. Pero, por ser relación, se refiere eternamente al Padre y al Hijo y se distingue de ellos.
El Espíritu Santo, en Cristo, “se ha habituado a vivir con los hombres”, para hacer con ellos un solo cuerpo en Cristo y un solo Espíritu. El es la tercera Persona de la Trinidad y mantiene viva la memoria de Jesús.
El Espíritu Santo actúa en el corazón
En el AT se habla de la acción exterior del Espíritu Santo como de un soplo, el soplo de Dios que crea y da vida, que viene sobre algunos hombres dotándolos de poderes extraordinarios. Pero es con los profetas, especialmente con Jeremías y Ezequiel, cuando se pasa de esta perspectiva exterior y pública del Espíritu Santo a una perspectiva interior y personal, en que el Espíritu obra en el corazón de cada persona, como principio de una renovación interior que lo hace capaz de observar fielmente la ley de Dios. El capítulo octavo de la carta a los Romanos sobre la vida nueva en el Espíritu se sitúa en esta perspectiva interior.
San Pablo afirma que la ley antigua sólo da el conocimiento del pecado (Rm 3,20), pero no quita el pecado; no da la vida. La ley mosaica, siendo una norma exterior al hombre, no modifica su situación interior, no influye en su corazón. He aquí porqué el pecado de fondo que es el egoísmo no puede hacerse desaparecer por la observancia de la ley, sino sólo en cuanto se restablezca el estado de amistad entre Dios y el hombre. Esto lo ha logrado la redención realizada por Cristo. Jesús en la cruz ha arrancado de la humanidad el corazón de piedra. El ha absorbido nuestra muerte y nos ha dado su vida, es decir su amor al Padre, su obediencia, su relación con El, su Espíritu de hijo.
Los Apóstoles que, habían escuchado todo de Jesús, en el momento de la pasión no encuentran la fuerza de cumplir ningún mandamiento de Jesús. Pero, en Pentecostés el Espíritu Santo infundió en sus corazones el amor. Mientras no recibieron el Espíritu, no mostraron nada nuevo, noble, espiritual y mejor. Pero, cuando lo recibieron quedaron nuevos y abrazaron una vida nueva, fueron guías de los demás e hicieron arder la llama del amor de Cristo en sí mismos y en los otros.
También en todos nosotros, una vez viene el Espíritu Santo, nos transforma desde el interior, como hace el enamoramiento en las personas. El crea en el interior un dinamismo que lo lleva a hacer todo lo que Dios quiere, espontáneamente, sin tan siquiera pensar en ello, pues ha hecho propia la voluntad de Dios y ama todo lo que Dios ama. Vivir con el Espíritu es un vivir “enamorados” y actuar con facilidad y espontáneamente las cosas de Dios. “El que ama, corre, vuela, salta de gozo. El amor no siente el peso, ni le preocupa la fatiga, quisiera hacer más de lo que puede”. El Espíritu Santo ha transformado por dentro a quien le ha recibido con las debidas disposiciones.