Si hay algo que brilla por su ausencia en las discusiones sobre el lugar del latín en la liturgia es la falta de argumentos, casi digo yo de parte y parte. La nostalgia de unos se enfrenta con el temor al anacronismo de parte de los otros y al final las cosas quedan en pánico paralizante o cerrazón a todo discurso racional.
Me atrevo a decir que he conocido varias dimensiones de este asunto. Conozco, leo y amo el latín; lo he enseñado en nuestra casa de formación en Bogotá por varios años, y también a nuestros novicios dominicos. He celebrado y rezado en latín en varias partes, incluyendo nuestro Angelicum en Roma. Por otro lado, mi experiencia de fe resulta imposible de comprender sin el entusiasmo (y la percusión y el ritmo) de las celebraciones carismáticas. Y de ahí sobre todo lo que echo de menos cuando se afirma que “sólo” el órgano es “digno” de la liturgia: mi sensación es que canonizar solo la música tubular equivale a dejar de lado la palabra “ritmo,” y en esto se cumple lo que en otras pareas de la vida de fe: lo que la Iglesia menosprecia, alguien lo aprecia, lo hace suyo y lo usa contra la Iglesia. Buena parte, quizás la mayor parte del rock nació y se crió al margen de la fe, y bueno, ahí lo tienes. Ya decían los antiguos: “lo que no es asumido no es redimido” (Quod non assumptus, non redemptus).
Y sin embargo, perder el latín es perder demasiado.
1. Cada lenguaje es la expresión del alma de un pueblo. Durante unos mil años largos la Iglesia, y la civilización occidental misma, pensó en latín, oró en latín, rió en latín. Olvidarse del latín es perder mil años de vida, de búsquedas, de hallazgos, de esperanzas, de poesía.
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