UN PADRE CON CORAZÓN DE MADRE
(Lc 15,20)
Continamos nuestra reflexión sobre esta parábola, una de las más bellas y conmovedoras que brotaron de los labios de Jesús. Me gusta imaginar a los discípulos escuchando a Jesús esta hermosa historia, y mirar sus reacciones, los gestos de su rostro, medir el tamaño de su admiración. Estoy seguro de que les habrá impactado enormemente. Yo recuerdo que, cuando era todavía muy niño, me encantaba escucharla.
Ternura de madre
Las palabras que pintan el encuentro del hijo menor con sus padre son sumamente expresivas: “Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó” (Lc 15,20). Juan Pablo II dice que las palabras “echar los brazos al cuello” muestran la semblanza de una madre que acaricia al hijo y lo cubre de su calor maternal.
Muchos Santos Padres, teólogos, exegetas y autores espirituales han comentado este pasaje a lo largo de la historia, y han sacado de él abundantísimas lecciones para su propia vida y para enseñanza de los cristianos.
La vuelta del padre
Según su experiencia espiritual, Jesús nos entrega a un Dios, Padre de infinita bondad y misericordia, con características de madre, pues acoge a todos, buenos y malos, y manifiesta una misericordia ilimitada. Como el amor es incondicional, también lo es la misericordia. En eso la parábola del hijo pródigo es explícita. La novedad no reside en el hecho de que el hijo vuelva al padre, después de haber dilapidado todo y de llenarse de remordimientos y nostalgias. La novedad está en el hecho de que el padre se vuelva al hijo: al verlo en el recodo del camino, el padre corre a su encuentro, se le echa al cuello y lo cubre de besos y, sin reclamarle nada, le prepara una fiesta. Con eso Jesús quiso dejar claro: Dios es un Padre con corazón de madre, un padre materno que siempre se vuelve hacia sus hijos e hijas, por malévolos que sean, porque nunca se le salen del corazón.
Jesús denuncia la actitud del hijo bueno que quedó en casa, a la sombra del padre y que se niega a volver hacia su hermano. Para Jesús no basta que seamos buenos. Hace falta volverse siempre hacia el otro con amor y misericordia: tener entrañas de misericordia, de madre.
Si somos sinceros con nosotros mismos, tenemos que vernos retratados en la parábola. Casi siempre nos ponemos en el papel del hijo menor: el que se marcha de la casa del padre y, después de gastar toda la herencia y vivir disolutamente, vuelve al padre, con el alma hecha pedazos, a pedirle de rodillas perdón. Pero tal vez nunca nos hemos visto reflejados también en la figura del hijo mayor: el soberbio, frío e inmisericorde. El vive en la casa del padre, pero no lo ama; más parece un esclavo, un jornalero a la fuerza que un hijo.
Pero lo más hermoso de la historia es el comportamiento maravilloso del padre. No sólo no impide que el hijo menor se marche de casa, sino que le da, sin protestar, toda la herencia que le corresponde. En vez de amenazarlo y romper con él –como habría hecho cualquier padre de la tierra- vive esperando el retorno del hijo ingrato.
Por eso, lo espera y sube a la azotea de la casa todos los días a ver si su hijo regresa. ¡Qué locura de amor, de misericordia! Cuando lo ve venir, todavía a lo lejos, se lanza a correr desde la azotea de la casa, le sale al encuentro con los brazos abiertos, se echa a su cuello con inmensa ternura y lo cubre de besos.
Es admirable el inmenso poder de la ternura: destruye lo pasado, regenera, da nueva vida. El hijo aquel venía a la casa del padre con la intención de ser un esclavo más, y se ve elevado a la categoría de hijo predilecto, con plenos poderes, y restituida toda su dignidad. El amor de Dios es un amor sin límites, un amor infinito, una ternura que desborda las barreras de lo imaginable.
gEchando los brazos al cuello del hijo pródigo muestra la semblanza de una madre que acaricia al hijo y lo cubre de su calor”, dijo Juan Pablo II.
La misericordia del Padre
Era un hijo pródigo moderno, que marchó de casa, se malgastó lo que había recibido: dinero, salud, dignidad e hizo que se fuera a pique también el honor de la familia. Cayó en la droga, en los robos. De vez en cuando le rondaba la idea de volver a casa, de llevar una vida buena; pero no se decidía, pues pensaba que no sería bien recibido, o no se sentía capaz de llevar una vida ordenada.
Al final, cayó preso por sus delitos. Los padecimientos le hicieron madurar. Volvió a recordar la felicidad que perdió y la posibilidad del perdón. Antes de salir en libertad, se decidió a escribir a sus padres: les pedía perdón por lo que había hecho; decía que si lo perdonaban y estaban dispuestos a acogerlo pusieran un pañuelo blanco en un manzano que había en el huerto, al lado de la vía del tren; que él al pasar el día que saliera de la prisión, si veía el pañuelo bajaría del tren y volvería a casa. Si no estaba, continuaría el viaje para nunca más volver.
El día que salió, cuando ya estaba llegando a su pueblo, no osaba mirar por la ventana del tren. Le contó todo a un compañero de prisión que salió con él, y le acompañaba en el viaje, y le dijo: “mira tú, yo no me atrevo” y cerró los ojos. Pensaba en aquel manzano al que subía de pequeño, y se imaginaba el pañuelo colgado al árbol –y se ponía contento- pero también pensaba: “¿y si no está?” y se entristecía.
Iba diciendo al compañero: “-ya nos acercamos, está el pañuelo?”. Y cuando llegaron frente a la casa, le dice el compañero: “¡abre los ojos y mira!”. Al abrirlos encontró que en el manzano no había un pañuelo, estaba lleno de pañuelos blancos, que su mismo padre se había subido y había ido colgando del manzano, que parecía un árbol de navidad, para decir a su hijo cuánto lo amaba.
Dios es Padre con corazón de Madre. Él, en su naturaleza, reúne en forma eminente, cuanto de bueno, gozoso y benéfico hay en el hombre y en la mujer. De todos modos, al hablar de Dios hemos de caer en la cuenta de lo limitadas que son éstas y cualesquiera otras metáforas para expresar el amor y la misericordia de Dios y cómo no podemos absolutizar ninguna de ellas, sino más bien emplearlas complementariamente.